Decidí participar en un proceso de elección para asumir este encargo por motivos personales (comprobar que me había equivocado en lo que había estudiado), y dado que sentí una obligación moral de continuar con una batalla que habíamos iniciado por defender el proyecto de nuestra universidad.
En ambos casos los resultados fueron inversamente proporcionales a lo que esperaba: soy buena administradora (no política); el proyecto es lo de menos. A algunos solo les interesa el poder por el poder.
Estos dos años, sin duda, significaron un aprendizaje y un crecimiento emocional invaluable. Muchas satisfacciones personales y colectivas; muchas desavenencias; y un replanteamiento constante de la condición humana y de mis ideales.
Uno de ellos, pensar que la educación puede cambiar al país o que el problema fundamental del país (del mundo) es la falta de educación, es falso.
Por dos años coordiné el trabajo de más de quinientos profesores, todos licenciados, algunos con maestría, los menos con doctorado. Disciplinas diversas: filósofos, sociólogos, antropólogos, literatos, politólogos, comunicólogos, aristas, creadores, entre algunas otras áreas del conocimiento. ¿Y cuál fue mi sorpresa? La falta de congruencia y el poco compromiso con la universidad.
Activistas de a pie que marchan, escriben, hablan, desde la comodidad de su escritorio. Investigadores que solo buscan el financiamiento de sus proyectos, da igual si la idea fue suya o de un estudiante o algún colega. Docentes que solo les interesa cumplir con sus horas de clase. Egoísmo, mezquindad e hipocresía. Con eso me tope y con eso trabajé dos años.
Después de esto, obviamente dudo que el problema del mundo sea la falta de educación, o por lo menos de educación académica. El problema y la solución está en la condición humana: en aceptarla como es y en querer modificar actitudes que comprometan el devenir de la sociedad.
Hace días que le estoy dando vueltas en la cabeza a este tema y de repente, como me ha sucedido en un par de ocasiones, encuentro en la escritura de Herta Müller la respuesta. Es un principio moral (quizá en un sentido kantiano) del que carecen los intelectuales, incluso en situaciones críticas de sobrevivencia:
"Eso no se hace", pensé varias veces durante esos dos años. Así no avanzamos. Así todo intento de querer cambiar nuestro pequeño mundo se desvanece, se vuelve inocuo y solo alimenta la mediocridad ideológica del capitalismo tardío. El engranaje de la maquinaria ahora es engrasado por quienes critican al sistema sin cuestionarse primero a ellos mismos.
Hubo otros casos, los menos, que pusieron delante de sus intereses los intereses de la comunidad y con eso avanzamos tres pasos para regresar dos y empezar de nuevo. Concluyo entonces, el problema no es la educación, es la falta de responsabilidad colectiva; discernir entre lo "que se hace" y "no se hace".
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