29.11.20

El efecto Maradona: soñar que el deporte no tiene género

Hace unos días murió Maradona, el miércoles para ser exacta. Vi la noticia en las redes y no puede mas que sentir aflicción. Rápidamente busqué las causas de la muerte, un impulso que tengo cada tanto, no solo por morbo, también por interés en quien muere. No fue covid, lo que hubiera sido normal, menos en Maradona que no era normal ni pertenecía a la nueva normalidad. Subí mi post donde comentaba su muerte, la muerte de uno de los grandes de mi época, mi época de infancia. Una infancia feliz. 
Al poco rato de estar tonteando en la redes empiezo a leer publicaciones de mujeres, algunas alegrándose de la muerte de un macho, violador, pedofilo y otras hablando desde su lugar de admirar, reconocer o justificar su tristeza por la muerte de Maradona. A muchas mujeres que se pronunciaron en franca tristeza por la muerte del D10S las desterraron de la Amazonia feminista que pulula con mucha fuerza en las redes, otras decidieron subirse al barco de explicar porqué sus afectos por el futbolista.
Yo leí con angustia la debacle en la que se había convertido el acto en sí: la muerte de Maradona  y no daba crédito de lo que estaba sucediendo. Me debatía entre escuchar a quienes revictivizaban a las víctimas (lo que en teoría nunca se debe hacer según los protocolos contra la violencia de género), y lo que yo sentía, junto con un montón de gente más en todo el mundo por la muerte de Maradona. Estaba enojada nuevamente con la condición humana y los falsos debates, moralinos, contradictorios, sobre una figura pública, pero también sobre el actuar de quienes se erigen como la policía de la moral. 
Días han pasado, la gente sigue escribiendo a diestra y siniestra sobre el personaje y la gente sigue rindiéndole tributo al futbolista fuera y dentro de la cancha.
Yo había decidido no escribir nada, más por pereza, que por necesidad, hasta que vi un tuit de Gabriela Sabatini, otra de las grandes deportistas que ha dado la Argentina, y me acordé de mi sesión de análisis del jueves, donde tuve que trabajar mi aflicción por lo que estaba leyendo en redes, pues no entendía y sigo sin entender la polarización en la que incurre la gente sobre las figuras que han hecho historia por sus destrezas en el deporte, en el arte, en la política. Y la comentaba a mi analista, que también es argentina, mi experiencia de infancia y porqué en repetidos foros afirmo no ser feminista mas sí tener prácticas feministas. Mi infancia transcurrió rodeada de hombres con los que jugaba fútbol, béisbol, carreterita. Hacíamos películas simulando ser Rocky y veíamos los mundiales, las olimpiadas y compartíamos las participaciones de Valenzuela, Sánchez, Maradona, entre otros. Personajes todos ellos que me recuerdan esa feliz época de mi vida que no existe más, como Maradona, pero que marcó mi vida y mi no-ser-feminista. Por instinto le dije, no recuerdo tener referentes mujeres de esa época, y al segundo corregí. También las tuve e igualmente me afligiría la muerte de Comaneci, Sabatini, Graff, Navratilova, de quien también han hablado y no siempre refiriéndose a sus habilidades deportivas. 
No me alegro de la muerte de Maradona, me aflijo por quienes ven venganza en ello. Dudo que las polarizaciones binarias entre izquierda derecha o feminismos machismos abonen a sus propias causas ideológicas, incluso creo que abonan más a los epistemicidios. De lo único que estoy convencida es que un Maradona o una Sabatini nos permiten soñar cuando somos niñas, soñar en que el deporte no tiene género. 

19.11.20

«"A ver, a ver; 'tiempo fuera', ¿quién dijo eso?"», Laura Luz. De entrevistas a entrevistas

Hace casi un mes me escribe Marisol, una estudiante de mis inicios como docente en la UACM, para decirme que está trabajando en "x" lugar y que les gustaría entrevistarme. Como política personal, casi siempre digo que sí a las invitaciones que me hacen quienes fueron mis estudiantes, mucho por el placer de que recuerden mi trabajo, mucho por apoyar su causa. Me dice que harán una entrevista previa para conocerme y hablar de la dinámica. 

Espero paciente instrucciones, como siempre hago cuando me dicen que me van a entrevistar. Nunca pregunto nada, ni quién es el/la entrevistador/a, ni de qué va la entrevista. Aprendí con los años que es mejor el factor sorpresa para no prejuzgar el evento en sí que ya es un performance. Tengo esa primera plática con quién hará la entrevista, debo reconocer que no la ubico de nada, pero me cae bien de inicio. Me pregunta sobre mi infancia, sobre mi vida, de lo que hago. Me platica que empieza leyendo un cuento de su autoría sobre la persona en cuestión, o sea sobre mí. 




Primer descoloque, estoy acostumbrada a que no me pregunten nada de mí, sino de lo que sé, de lo que pienso (incluso creo que para eso me pagan, para pensar sobre lo que investigo, no por quien soy). Todavía estoy en Oaxaca, acabo de escribir un manuscrito sobre la muerte, el duelo, mi hermano, la amistad, el amor, la hospitalidad y un montón de cosas que traigo a flor de piel, no solo se las platico sino que le comparto el manuscrito así como está. Nos despedimos. 

Termina mi residencia artística en Oaxaca. Regreso a la CDMX. Llega el día de la entrevista. Como hago todas las veces que me toca presentar un libro o que me entrevisten, recojo la casa, platico con Ramona, mi perra, le doy unos premios para que se esté quieta, a veces estos eventos duran cinco minutos, otras se alargan un tanto más, y Ramona se desespera, algunas yo también. Obediente, siguiendo las instrucciones, saco del refrigerador la botella de vino que había abierto el día anterior, la pongo sobre el escritorio-mesa de mi comedor-estudio (que incorporé como parte del home office durante mi sabático-confinamiento) y me siento a la hora indicada a que inicie la conexión. 

Con la pandemia todo es virtual, lo que a mí me encanta porque como soy diurna hogareña ensimismada, me cuesta un montón salir de casa después de cierta hora, pero con las conexiones por internet, me saco la ropa de estar , que es la que uso todo el día para trabajar, me pongo algo medianamente presentable, me lavo los dientes, me medio peino, y me paso del futón del estudio a la mesa del comedor-escritorio. Estas dinámicas de pandemia me han hecho ser más sociable de lo que normalmente acostumbro en no-pandemia.

Platicamos un poco antes de "entrar al aire", me encantan esas metáforas, y empieza el performance, me dejo llevar, hablo sin tapujos de quien soy, de mis experiencias, de mi vida. Me divierto cantidad, me río mucho. Me desconozco como también creo que me desconoce quien nos está viendo-escuchando. Lo que hasta ese día se había vuelto costumbre, una entrevista, me sorprende y mucho. Hay de entrevistas a entrevistas y sin duda hay que tener oficio para hacerlas, pero no cualquier oficio, sino el de la escucha atenta, la responsabilidad de lo que se dice, el acierto de las preguntas, la cadencia de los tiempos y el respeto por lo que se quiere saber, Laura Luz logró todo eso e hizo mágico este encuentro que aquí les comparto:




22.8.20

La vida en el campo

I
Con el confinamiento, que se hizo demasiado largo en la Ciudad de México y el resto del país, había que buscar opciones para sacudirse la inercia de la asfixia, de la hipocondria, de la vulnerabilidad. Después de casi cuatro meses de estar postrada, paralizada, inmóvil en el departamento de portales, mi madre me envía un mensaje donde informan que la alberca del club campestre empezará a funcionar sin la posibilidad de usar las regaderas. El rostro se me iluminó con la sola idea de volver a estar en el agua y al aire libre. Inmediatamente les escribí a mis padres en el chat de los tres y les dije, vámonos. Vamos a instalarnos en la casa de campo y aprovechamos para ir al club a despejarnos. Hace más de un mes de eso y ahora vivimos media semana en la ciudad y media semana en el campo.

II
Esta casa de campo tiene años. Mi infancia transcurrió como ahora, los fines de semana la pasábamos acá y los domingos regresábamos a la ciudad para preparar los deberes del día siguiente. Los lunes eran el peor día. Con el cansancio a cuestas de los días al aire libre, corriendo, subiendo árboles, contándonos historias, los días de escuela se volvían insufribles. Yo solo quería estar en la calle, jugando. El campo es el recuerdo de mi infancia.  Una infancia plena y feliz. Como ahora lo es mi adultez, en confinamiento, con el olor de los pinos, del estiércoles de vaca en el piso, con la imagen de las milpas que se extiende hasta el horizonte y con la fuerza del Popocatépetl a cuestas. Este confinamiento me ha quitado la venda de los ojos y me ha permitido ver aquello por lo que vale la pena vivir: lo natural y la naturaleza en armonía con nuestro devenir.

III
Amanezco en Atlautla de Victoria, rodeada de volcanes y cerca de Sor Juana (así le dicen a Nepantla). Si lo pienso a la distancia, nunca me lo hubiera imaginado. Este es mi presente, el presente del confinamiento. Un presente que evidencia un giro en mi propia historia, en la forma de entender la vida, mi vida. Marca la discontinuidad de la aspiración profesional para velar por la ansiada alegría. A diferencia de la felicidad, la alegría es solo mía. Y esa alegría no se sustenta en los tótems convencionales de occidente ni de la modernidad. La alegría es potencia de afectar y ser afectada como me sucede viviendo en el campo y compartiendo el tiempo libre con mis padres. Conociéndonos, disfrutándonos, viviéndonos, casi siempre sin decirnos nada. El campo también es silencio, los silencios de lo que no es necesario dar explicaciones.



9.5.20

Observando el encierro_el sistema de limpieza en la cdmx

Me levanto temprano. Ayer llovió bastante. El piso está todavía mojado, se siente el aire fresco. Camino amodorrada. Ramona jala fuerte la correa, ve una ardilla en el alambrado y quiere alcanzarla. Lo que es no tener límites, más que la correa que nos une y le impide salir corriendo con el riesgo de quedarme sin brazo por el jaloneo. Me gustan estos días. Empieza a cambiar el clima. Amo la CDMX por sus lluvias. El calor pasados los 24 grados me ha disgustado siempre, me baja la presión, las altas temperaturas en concreto y en valle, son un infierno. Seguimos caminando, me he inventado una ruta para distraernos pero hoy es sábado de mercado, me acuerdo nada más ver que ya están poniendo los puestos (incluso en confinamiento). Debo girar y re-trazar la ruta en mi mente para poder caminar mínimo media hora. Ayer me quedé con ganas de caminar más pero había demasiada gente en la calle. Aproveché que era temprano y decidí hacer lo mismo, dos veces. Casi una hora caminamos con el aire en la cara, sin toparnos con nadie más que con quienes se dedican a limpiar la ciudad, barrenderos y barrenderas. Una imagen interesante del confinamiento. Mientras la gente duerme en un sábado cualquiera de esta cuarentena, los y las barrenderas siguen en la calle con sus uniformes naranjas, algunos con cubre bocas, tirando de sus carros obsoletos pero funcionales y sus escobas de vara. Un sistema de limpieza arcaico y personalizado. En una esquina uno de ellos arma una escoba nueva. Un manojo de vara medianamente larga y uniforme, un alambre amarrado al poste de luz con el que ata las varas al palo y gira de forma horizontal con fuerza para que quede bien ajustado. Escobas que pesan horrores. En e trayecto alcanzo a contar una docena de ellos/ ellas. En esta zona de portales, que está cerca de una oficina de limpieza, es muy eficiente la recolección de basura y el barrido de las calles. Una pareja joven empieza muy temprano aquí a la vuelta, barren y a ratos fuman mota. Poco antes de las ocho de la mañana se empieza a escuchar la campana del camión de basura. Se juntan en la esquina y los del carrito le entregan lo que han recolectado hasta ese momento. Se ríen, se alburean, se toquetean, sobre todo entre los hombres. Le gritan a la güera, una mujer con el pelo teñido, sobrepeso, con más años de los que seguro tiene. Voltea con poca gracias, nos cruzamos y evito decir buenos días. Me arrepiento porque la veo todos los días. A veces es mejor no decir nada, me consuelo. Se necesita oficio para dedicarse a esta labor titánica en esta ciudad.


6.5.20

Observando el encierro_noche de chicos

Tengo más reuniones por zoom con mis amigos y mi familia que cuando no estoy en encierrro. Hablo más por teléfono en el día a día que nunca antes en mi vida. Lo había evitado y ahora le empiezo a tomar cariño, ya casi que quiero tener una línea fija en mi casa y no depender solo de la telefonía móvil. Hoy no fue la excepción. Una charla de migración y salud por la mañana, hablar con las solovinas al medio día y quedar con mis amigos de la universidad por la noche. Más de veinte años de conocernos, empezábamos nuestros veintes cuando cuatro de nosotros nos encontramos en la universidad y el quinto llegó para quedarse. Con ellos salí del closet, conocí los antros, algunas drogas, la vida nocturna en extenso y en intenso. No nos conformábamos con los antros que a finales de los noventa del siglo pasado existían y eran bastante buenos. La planta baja, el penélope, la bola, el numerito, el colmillo, el pride y varios más. Había épocas que salíamos de martes a domingo sin parar. El dos por uno, llegar antes de las diez para no pagar cover y salir al amanecer. También organizábamos fiestas de colores y cobrábamos a veces, otras nada más para sacar los gastos. Con algunos me fui de viaje, incluso ahora, con otros viví en temporadas. Nos hemos dejado de hablar. Hemos estado cerca en los momentos difíciles. Nos hemos hecho mayores juntos. Ninguno se dedica a lo que estudió. Nos hemos juntado, casado, separado, vuelto a juntar. Seguimos creyendo en el amor y en la amistad. Hoy nos encontramos por zoom, nos pusimos al día de nuestro encierro, de nuestros proyectos, las recetas de cocina las comparten por mensaje, yo no cocino con tanta dedicación como ellos. Hablamos de nuestras mascotas, de sus parejas. De si nos casaríamos o volverían a casar. Nos despedimos. En este encierro me siento más cerca, pendiente y contenida de/por mis afectos que en la supuesta normalidad. 

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