22.8.20

La vida en el campo

I
Con el confinamiento, que se hizo demasiado largo en la Ciudad de México y el resto del país, había que buscar opciones para sacudirse la inercia de la asfixia, de la hipocondria, de la vulnerabilidad. Después de casi cuatro meses de estar postrada, paralizada, inmóvil en el departamento de portales, mi madre me envía un mensaje donde informan que la alberca del club campestre empezará a funcionar sin la posibilidad de usar las regaderas. El rostro se me iluminó con la sola idea de volver a estar en el agua y al aire libre. Inmediatamente les escribí a mis padres en el chat de los tres y les dije, vámonos. Vamos a instalarnos en la casa de campo y aprovechamos para ir al club a despejarnos. Hace más de un mes de eso y ahora vivimos media semana en la ciudad y media semana en el campo.

II
Esta casa de campo tiene años. Mi infancia transcurrió como ahora, los fines de semana la pasábamos acá y los domingos regresábamos a la ciudad para preparar los deberes del día siguiente. Los lunes eran el peor día. Con el cansancio a cuestas de los días al aire libre, corriendo, subiendo árboles, contándonos historias, los días de escuela se volvían insufribles. Yo solo quería estar en la calle, jugando. El campo es el recuerdo de mi infancia.  Una infancia plena y feliz. Como ahora lo es mi adultez, en confinamiento, con el olor de los pinos, del estiércoles de vaca en el piso, con la imagen de las milpas que se extiende hasta el horizonte y con la fuerza del Popocatépetl a cuestas. Este confinamiento me ha quitado la venda de los ojos y me ha permitido ver aquello por lo que vale la pena vivir: lo natural y la naturaleza en armonía con nuestro devenir.

III
Amanezco en Atlautla de Victoria, rodeada de volcanes y cerca de Sor Juana (así le dicen a Nepantla). Si lo pienso a la distancia, nunca me lo hubiera imaginado. Este es mi presente, el presente del confinamiento. Un presente que evidencia un giro en mi propia historia, en la forma de entender la vida, mi vida. Marca la discontinuidad de la aspiración profesional para velar por la ansiada alegria. A diferencia de la felicidad, la alegría es solo mía. Y esa alegría no se sustenta en los totems convencionales de occidente ni de la modernidad. La alegría es potencia de afectar y ser afectada como me sucede viviendo en el campo y compartiendo el tiempo libre con mis padres. Conociéndonos, disfrutándonos, viviéndonos, casi siempre sin decirnos nada. El campo también es silencio, los silencios de lo que no es necesario dar explicaciones.

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