7.1.08

Corte de caja


Cada 31 de diciembre es el mismo ritual: agradecer por el año que termina, brindar, comer uvas, bailar, tronar cohetes o disparar al aire doce veces, proponer cambios en la rutina diaria, creer que ahora sí va a ser nuestro año, embriagarnos y amanecer crudos el uno de enero. Además, como una gran mayoría somos supersticiosos, y me incluyo, creemos que los primeros doce días representan los doce meses del año. Entonces, si el uno amanece nublado, todo enero estará nublado; si el dos llueve a cantaros, todo febrero lloverá; si el tres hace un calor insoportable, todo marzo será árido –de paso lo ligamos con el dicho popular que dice "febrero loco y marzo otro poco"–, y así sucesivamente. Lo mismo sucede con nuestro estado de ánimo y nuestras actividades diarias: el uno amanecemos crudos y todo enero andamos como sombies y de mal humor porque la ropa no nos queda, estamos entumidos de tanto comer, beber y desvelarnos, intentamos poner orden en nuestra mente para iniciar los proyectos, pero cuando nos damos cuenta ya se ha terminado el primer mes del año que con tanto ahínco queríamos iniciar. De tal suerte, en febrero, y en el resto de los meses, volvemos al aletargamiento en el que estábamos inmersos el año anterior y el anterior y el anterior, hasta que nuevamente inicia diciembre. Este es el mes de las vacaciones, del consumo, de la esperanza y del maratón Guadalupe-Reyes: festejos que se han vuelto sagrados en casi todos los mexicanos que predican la religión católica, y también en quienes no somos creyentes, pues son un buen pretexto para desestresarnos de la carga de trabajo de todo un año, y añorar con entusiasmo el inicio de otro.

Todo el año grecorromano vivimos con la expectativa de un cambio exógeno que nos permita lograr nuestros objetivos, cuando el cambio siempre tiene que ser interno. Entonces, ¿por qué esperar a que pasen trescientos sesenta y cinco días para comenzar de nuevo, y con tropiezos? ¿Por qué desear que el cambio sea inmediato una vez que termina un año y empieza otro, en vez de aceptar nuestra realidad y, desde la perspectiva de cada uno, proyectar el cambio interior? La respuesta es simple: vivimos enmarcados por el tiempo y los ciclos de vida, pues es más fácil escribir nuestra historia en cuestión de fechas, que en cuestión de hechos, gracias a que tenemos poca memoria, y, casi siempre, nos acordamos de los momentos fatídicos debido a que nuestra mente occidentalizada está acostumbrada a ser pesimista y a vanagloriarse de nuestros fracasos, más que de nuestros éxitos. Esto resulta una gran paradoja porque el mundo posmoderno en el que estamos inmersos como individuos y sociedades nos obliga a sobresalir, pero son tan pocos los espacios en los que podemos desarrollarnos en nuestra área de especialidad, producto de la inequitativa distribución de la riqueza, que sólo el más fuerte –poderoso, rico- sobrevive, y los demás tenemos que conformarnos con permanecer en limbo, al margen o en la periferia porque somos indispensables para seguir alimentando la maquinaria de consumo que permite el libre intercambio de dinero y de mercancías, así como el enriquecimiento de unos cuantos. Lo que trae como consecuencia que cada sujeto se esfuerce por salir adelante a un costo elevadísismo –calidad de vida, salud, estrés, frustración, ansiedad, depresión, entre muchos otros factores que actualmente afectan a los individuos–, que repercute en la conformación de sociedades autómatas que viven al día y han perdido la ilusión y la fe en sí mismas. En este sentido, estamos obligados a rendir cuentas, a hacer un corte de caja y a sopesar cuál ha sido la ganancia anual, como se hace en cualquier empresa. De tal suerte, sólo aquel/aquella que ha logrado el "éxito" puede sentirse satisfecha, los demás tenemos el consuelo de que "el próximo año" será mejor y lograremos nuestras metas.

Feliz 2008.