5.11.21

ecología del afecto: relación ontológica con la orografía en la ciudad de las montañas

 ¿Cuál puede ser la relación ontológica con la orografía de un lugar? Desde que llegué a esta ciudad que denominan "la ciudad de las montañas" me lo pregunto. La primera vez que salí en el auto, di vuelta a la derecha para tomar una avenida, vi de frente una masa de piedra grisácea, a veces más cercana a un onix gigante y me paralicé, lo que tenía de frente era el cerro de las Mitras, inmediatamente me acordé de la imagen de la montaña cada vez que en la serie Game Of Thrones sentenciaban "the winter is comming", aunque estábamos en plena canícula y todavía harían falta varios meses a mi estadía para percibir que el invierno se acercaba.

Cerro de las Mitras, 2021. Foto: Roxana Rodríguez


Desde el mes de julio que llegué a habitar esta ciudad, cada que salgo a caminar, a cualquier lugar en auto, veo a mi derecha el cerro de las Mitras, el que más disfruto, el que me paraliza y el que me hace pensar en la relación ontológica que puedan tener quienes nacieron aquí con sus montañas: el cerro de la Silla, la Sierra Madre, el cerro de las Mitras y un puñado de cerros menores que se han ido comiendo los grandes complejos de la construcción. Quiero pensar que me inquietud es genuina porque al crecer cerca de los dos volcanes más grandes del país, el Popocatépetl y el Iztacihuatl, volcanes que subí, caminé recorrí y bajé en avalancha, usando mi propio cuerpo como una tabla durante mi infancia, no puedo evitar preguntarme, cada vez que observo la orografía de Monterrey, por qué está tan presente la ideología de la modernidad-modernización donde el ser humano se piensa superior a la naturaleza y construye edificios de grandes alturas que compiten (o intentan) con la belleza de un cerro, o casas en medio de la nada donde los osos llegan en verano a bañarse a las albercas, o avenidas donde los ríos todavía tienen memoria y construcciones menores en los cerros que ya tienen a desaparecer. Todo ello en un ciudad que se la come el clima árido por falta de árboles, por la escasa lluvia que por lo menos este se ha padecido con más vehemencia durante el verano y entrado el otoño, tanto por la contaminación que genera la industria en el aire, en el agua y en las personas que alimentan la maquinaria industrial del capitalismo caníbal de esta ciudad.

Vista de la ciudad, com el Cerro de la Silla al fondo, 2021. Foto: Roxana Rodríguez.


Mi experiencia con la montañas siempre ha sido de juego, de placer, de descubrimiento, de aventura, de riesgo, de encontrarme perdida en medio de la inmensidad de la naturaleza, aquella que nos permite respirar, comer, vivir, por qué en este país seguimos siendo tan ciegos y prepotentes con lo que la naturaleza nos ofrece no solo a nivel de políticas ecológicas, culturales, sociales, sino especialmente a nivel ontológico, epistemológico, ético, estético. Desconozco si en el corto plazo podremos hacer el reajuste suficiente en la percepción que tenemos como cultura después de cuarenta años que se instaló el neoliberalismo en el país y regresar o reinventar la política para que de cuenta no solo del cambio climático y las repercusiones que sabemos tienen en el resto del mundo, del planeta que habitamos, sino especialmente en la relación de afecto que podamos empezar a desarrollar con las otras especies, incluyendo la humana y cómo se pueda abordar desde esto que empiezo a desarrollar como parte de mi trabajo intelectual: la ecología del afecto. Quizá lo más cercano que tenemos para poder a empezar a transitar hacia ello es preguntarnos por nuestra relación con las montañas, quienes por ahora habitamos esta ciudad.

Sobrevolando la Sierra Madre, 2021. Foto: Roxana Rodríguez,





4.8.21

La canícula regia, la contemplación de transitar el estado civil

I

De un día para otro la vida puede dar giros inesperados. Me acostumbré a cambiar de casa, de ciudad, de país; me acostumbré a empacar, a desempacar, a viajar ligera, a buscar en otras personas el hogar anhelado hasta que finalmente claudiqué por cansancio, no por convicción. Los últimos dos años me dediqué a habitar mi hogar. Me tatué una llave en el brazo izquierdo, la llave-escultura que vi en Belén y que es el símbolo que guardan los palestinos cuando son desocupados de sus territorios: el recuerdo de ese hogar al que seguramente no volverán pero que sigue siendo suyo como acto de resistencia. Mi acto de resistencia consistió en habitar el duelo que se engarzó con el confinamiento. El hogar nunca imaginado había surtido el efecto sanador de saber que el estar sola no es una condición sino un estado civil. 

II

Voy a cumplir un mes de habitar Monterrey. Lo primero que me impresionó fue la orografía; lo segundo, la canícula; lo tercero, la ciudad industrial que no descansa, como tampoco su gente. Hace unos días me cuestionaba cómo puede ser la naturaleza tan inasequible para muchos por el simple hecho de no poderla disfrutar ya sea por falta de dinero, por falta de tiempo, por la ausencia de la capacidad de asombro: mermas del sistema industrial, del capitalismo caníbal, de la desigualdad, de la injusticia. 

III

El estado civil soltera representa todo aquello que no deseamos en sociedad, en la sociedad a la que acostumbramos complacer, hasta que aprendes a estar sola, a habitar el hogar, a tener la energía suficiente para ir sola, a veces con tu perra, a todos lados. Pasar el umbral de esa vida contemplativa del estado civil es el ejercicio de resiliencia más político que he realizado estos últimos años. 

IV

La canícula es una palabra hermosa, no así sus efectos. Nunca como ahora había experimentado un cuerpo sudado, pegajoso, pesado, una sensación de calor interno que no cesa ni al amanecer ni al anochecer. La exposición constante a la luz brillante, incandescente. La indecisión de salir a respirar la humedad del ambiente que según que día puede sentirse como dos o tres más grados por arriba de lo que realmente marca el termómetro o respirar el aire del artefacto que se vuelve indispensable para habitar un hogar. Ya no sé si quiero que llueva o que solo esté nublado y corra el viento. Este mes me he dedicado a contemplar el clima, mi cuerpo, la ciudad que funciona a pesar de la canícula, con la exigencia que implica para las personas en general, pero especialmente para las que con su esfuerzo físico sostienen la industria de la maquila.

V

Ese acto de resiliencia fue la posibilidad de estar ahora aquí, compartiendo el hogar. De un día para otro la vida da giros inesperados, un día te avisan que tu hermano está muerto, otro día tienes que quedar confinada en tu casa sin ver a nadie por un virus que ataca al sistema mundo y cualquier otro día conoces a esa persona que llevas buscando toda la vida y decides vivir con ella a los tres meses de conocerla. Esa es la historia, nuestra historia, el por qué ahora estoy aquí. El estado civil tampoco es una condición, es un estar en el mundo, es la apertura a la otra, es la apertura de una misma, es el querer habitar nuestro propio mundo (como hoy me lo hicieron ver) cuando el resto del mundo parece que no encuentra sus propios recursos para encauzar lo que nos está tocando vivir en este incipiente siglo XXI.




28.2.21

El behemoth de la pandemia

Lo que esperábamos durara unos meses sigue en activo: confinamiento, contagio, muerte provocada por el virus; fenómenos que circunscriben nuestro día a día desde hace más de un año. Una guerra silenciada de nuestras pasiones: polisemia afectiva. Durante un año aprendimos a diagnosticar los síntomas de la enfermedad y de la muerte. Claudicamos, cedimos ante nuestra vulnerabilidad frente a lo desconocido. Aquello que con entusiasmo e incredulidad poco a poco fue tocando los hogares de nuestros seres queridos, incluso los propios, nos desdibujó de la escena privada. Estábamos impedidos a salir a la calle quienes podíamos quedarnos en casa, más por convicción que por necesidad. Cautela, distancia, aislamiento. Lo que inició como una afrenta al sistema de salud y a la economía mundial se convirtió en una carrera de obstáculos para continuar alimentando al Leviathan, la maquinaria institucional, la razón instrumental.
Nos subimos al tren de la aplicabilidad, a la virtualidad autómata, transformando nuestros procesos cognitivos bajo el auspicio del imperativo categórico sin cuestionar, sin leer las instrucciones del manual que la enfermedad nos había entregado sin acusar de recibido.
Improvisamos en nuestras casas, las convertimos en oficinas, salones de clase; desterritorializamos la afectividad con tal de sobrevivir y despolitízamos nuestra actividad intelectual en búsqueda de una verdad: la de la ciencia. Dejamos de decidir, de ocupar los espacios ganados como ciudadanas y aprendimos a simular con los webinars y las redes sociales que teníamos consciencia de clase sin mirar al otro a la otra. Nos subimos a la palestra pública para dogmatizar y darle rigidez a las clases, a las etnias, a las diferencias sexuales, síntomas que han capitalizado los diferentes conservadurismos en todos los continentes con las implicaciones negativas para el devenir de las siguientes generaciones; desdibujamiento de los derechos sociales en las políticas venideras. 
Lo que ahora nos ocupa es vacunar a la población en su mayoría, aunque son los países más ricos los que han acaparado el inventario de las mismas; salir de las crisis económicas, echar a andar nuevamente la maquinaria del consumo, que siguió otros derroteros e hizo posible engrosar la brecha de desigualdad en el mundo; y volver a aquello que entendíamos como nuestra normalidad a pesar de nuestras otras angustias.
“Échale ganas”, “ya va a pasar”, se volvió el slogan de los cursos que por internet crecieron como la espuma. Se la empresaria de ti misma, aprovecha el tiempo y aprende algo nuevo mientras esto pasa, nos siguieron repitiendo e introyectamos esa otra posibilidad de convertirnos en capital humano para el neoliberalismo sin detenernos a pensar, a reflexionar no solo en lo que debíamos hacer sino en por qué lo hacíamos. 
Sobrevivir. Aprender a sobrevivir a la pandemia ha sido el derrotero de nuestras pasiones. ¿Cuándo sabremos si hemos pasado la prueba?, ¿cuándo tomaremos la decisión de incorporar a nuestro Behemot para encausar la guerra contra el Leviathan?
La pandemia cederá, quizá vendrán otras y, nosotras, ¿habremos aprendido a sobrevivir a nuestros miedos?