22.4.24

Mi relación con el Popocatépetl

Quiero escribir algo más largo sobre lo que ya de adulta empiezo a hilvanar con los flashazos de recuerdos que en oleadas de nostalgia empiezan a ocupar mi relación con la naturaleza. Recuerdos que aparecen al observar los gestos en las fotografías, las oraciones en la mirada o la gramática del afecto familiar. Hace unos días una amiga me dijo con sorpresa que era la segunda persona que conocía que había subido al Popocatépetl, volcán emblemático de la mitología nahua y un referente para quienes habitamos la Ciudad de México. 

El Popo es un volcán que nunca ha dejado de estar activo, haciendo alusión a la leyenda de su creación: un guerrero, Popocatépetl, manda construir una tumba donde sepulta y vela a su amada, Iztaccíhuatl, la princesa tlaxcalteca que muere de tristeza al enterarse de la supuesta muerte del guerrero en batalla. A diferencia de Romeo y Julieta o de Píramo y Tisbe, la amada no se quita la vida y el guerrero, el amado, se inmortaliza con la leyenda y con la actividad del volcán al que está prohibido subir desde 1994. Un año crucial para México y sin duda para mí propia reflexión intelectual. 

La familia de mi padre es originaria de los alrededores de los volcanes, entre Amecameca y Ayapango, Estado de México. Los diversos poblados con los que colindan hacen frontera con la reserva natural. Una reserva que en las últimas décadas ha estado expuesta el ecocidio tanto de las autoridades, los pobladores y el crimen organizado. Una imagen distópica de mi mirada infantil de los tiempos en los que subir al Popo era una manera de entretenernos y mantenernos ocupados. Fuimos cuatro hijos y ofrecernos el poder ser libres fue como mejor entendieron mis padres nuestra educación. 

La libertad de esa época, en los años ochenta del siglo pasado, con mis seis u ocho años, consistía en llevarnos al volcán y dejarnos libres. Subir lo más alto que pudieramos una vez que hacíamos base en Tlamacas, el refugio que sigue cerrado desde 1994, donde llegaban alpinistas de cualquier lugar del mundo. Una vez arriba nos dejábamos caer por las faldas del volcán con la inercia del peso de nuestro propio cuerpo. Regresábamos empanizados a la casa de campo de Atlautla, otro poblado que colinda con los volcanes, que mi padre tuvo a bien construir hace más de cuarenta años. Con tierra oscura y fina metida entre la ropa, las narices, los ojos, las orejas y demás orificios de nuestro cuerpo, nos reíamos de la hazaña con la esperanza de regresar pronto a tocar algún día la nieve. Sólo una vez lo logramos y fuimos muy felices.

Tlamacas, foto de internet.

Subida al Popocatépetl, años ochenta del siglo XX.

Tlamacas, años ochenta del siglo XX. Debo ser la del jorongo amarillo y mi hermano el del jorongo rojo.
 

Así podría empezar la historia que me interesa contar. Este es sólo un avance aprovechando que es el día internacional de la madre tierra.


8.4.24

Dos mujeres una presidenta: ¿quién ganó el debate?

Empiezo con la siguiente reflexión: ya estoy deprimida por los siguientes 6 años de Claudia Sheinbaum en la presidencia. 
Ayer fue el primer debate presidencial: dos mujeres una silla y al parecer ya está cantado, cantadísimo, el resultado de las elecciones del 2 de junio del presente año, por más que quiera seguir alimentando la esperanza del cambio. El cambio ha sido mi convicción para votar en las elecciones desde que empezó el siglo. A manera de consuelo me repito qué bueno que no me gustan los juegos de azar porque ya hubiera perdido todo. 
Le reconozco a Claudia su ambición por ser presidenta, una ambición distinta a la de Xóchitl. Una ambición que suma más seguidores incluso. La ambición de Claudia la conozco muy bien, es la misma que se vive en la academia. Cuando eres hija de académicas, intelectuales, políticos o la combinación de los tres, ya tienes más de medio camino de ventaja con respecto a la competidora que nació en precariedad, con carencias educativas o en una familia proletaria no intelectual. Una ventaja simbólica, política importantísima que te da tener acceso a las bibliotecas familiares, a los viajes en el extranjero, al dominio de otros idiomas desde muy niña, a la posibilidad de dedicarte a estudiar lo que sea y, especialmente, al tener una red de relaciones públicas ya dadas. Claudia pertenece a ese sistema, Xóchitl no: esa es una pequeña gran diferencia para que las ambiciones (de poder) de las personas en este país se hagan realidad. 
A Xóchitl, por su parte, le reconozco, incluso le admiro, su ingenuidad, pensó que podía hacerlo sola, como lo ha hecho toda su vida, pero no le alcanzó ni el capital político ni su propio capital humano. Para ser presidenta de México no es suficiente con ser la empresaria de sí misma que logró salir de la pobreza de su infancia, mucho menos cuando la gente ambiciona más de lo que los buenos ejemplos pueden mostrar o enganchar. 
La gente en México no quiere presidentas luchonas porque la población lucha todo los días para llegar al mes. La gente en México quiere votar por la presidenta que irradie una imagen presidencial (sic). Esa fue una de las conclusiones de ciertos académicos en una mesa de debate postdebate. ¿Qué es una imagen presidencial? Ser soberbia, autoritaria, grosera, burlona, como se presentó Claudia ayer con respecto a Xóchitl. ¿Dictar cuándo se habla de los feminicidios, de las violencias que sufrimos las mujeres y cuando no? ¿No contestar ni hacerse responsable de omisiones o negligencias criminales como en diferentes momentos fue increpada? Pues sí, esa es la gente que ocupa los espacios de poder en este país y otros.
Al terminar el debate no pude más que sentirme identificada con Xóchitl: sentir esa rabia controlada de querer hacer las cosas mejor y darte cuenta que quizá esa batalla ya estaba perdida mucho antes: cuando la sinceridad, la honestidad, la vulnerabilidad y las carencias de vida no son suficiente para convencer a la población de que un México mejor para todos y todas es posible.