I
No hay receta para reaccionar en un sismo más que mantener la calma, situación que se complica cuando no estamos preparados, una ironía a todas luces, sobre todo para quienes vivimos en la Ciudad de México, y estamos en lugares públicos. El 19 de septiembre un temblor, uno de tantos, volvió a sucumbir nuestro espíritu y nuestra ciudad. La experiencia, a 32 años del sismo de 1985 (misma fecha, mismo lugar), no fue un recuerdo de mi infancia sino un trauma de adulta. Mi primera reacción fue contener a las que tenía a mi alrededor para evitar la histeria colectiva, nos abrazamos mientras esperábamos a que dejara de temblar y poco a poco fuimos bajando de un tercer piso. Al pisar suelo sentí que el miedo lo traía en el cuerpo como cuando la humedad se mete en los huesos, y no fue hasta que empezamos a ver las imágenes de los derrumbes en muchos puntos de la ciudad que me di cuenta de la magnitud del desastre.
II
Tengo sentimientos encontrados, como casi siempre me pasa con este país cuando estoy cerca o lejos. Somos un pueblo arrojado, salimos a la calle sin esperar nada a cambio, nos mueve un extraño impulso de ayudar en la adversidad, nos pasamos de largo al gobierno, les damos la vuelta en organizarnos empíricamente, pero después se nos olvida, permitimos y participamos en la corrupción que nos carcome. Una muestra de ello ha sido la oleada de gente de todas las edades que ha salido a la calle con una bolsa de sandwiches, una pala, un casco, con la voluntad de poner su cuerpo para cargar, guardar, seleccionar. Con un poco de guía nos disciplinamos, guardamos silencio cuando se intenta sacar a una persona y aplaudimos si se encuentra a cualquier ser en los escombros. Pero de la misma forma hacemos las cosas al aventón, no hacemos responsables a los delegados, a los gobernadores, a los secretarios, al presidente por beneficiarse a través de la impunidad con la que las inmobiliarias han hecho crecer desmedidamente esta ciudad no solo en lo horizontal, también en lo vertical (en terreno fangoso).
III
Pasamos la primera noche esperando la réplica y ésta no llegó con la misma intensidad que 32 años atrás, aunque ha seguido temblando desde entonces. Nos reunimos para planear la ruta de brigadeo, pero al tiempo que volvía a la calle regresaba la ansiedad del día anterior. Quería regresar a la casa, cobijarme entre la sábanas como si no hubiera pasado nada. Inmediatamente me acordé de mi papá y su rudeza, he tenido eventos traumáticos en otras ocasiones y su remedio siempre ha sido el mismo: si te caes te levantas, me imaginé de pequeña subiéndome otra vez a la bici y respiré. En el carro comenté la necesidad de trabajar colectivamente el trauma, y estamos trabajando en ello. A diferencia del terremoto anterior, esta vez el acompañamiento, la experiencia, los conocimientos me han permitido situarme en el acto de la experiencia y muchas veces un abrazo, la compañía, saberse escuchado es suficiente para liberar el miedo, pero no siempre sabemos cómo hacerlo.
IV
Al tercer día la ayuda sigue llegando, la adrenalina que nos mueve a salir a la calle permea el ambiente de una ciudad caótica, ruidosa y ahora nuevamente devastada. ¿Cuánto más tenemos que aguantar sin chistar de los oportunismos de nuestros gobernantes que no se inmutan con la muerte de sus gobernados ? Hacemos chistes, nos reímos de nuestra tragedia, nos caemos y nos volvemos a levantar con la esperanza de que estamos vivos. ¿Es suficiente consuelo saberse vivo después de un desastre natural para cambiar un país con tanto potencial? La historia de nuestro pueblo nos ha hecho ver que es indirectamente proporcional la fuerza con la justicia distributiva. Escribo, me sale mejor, pero en realidad quiero gritar a todas las personas que ahora están en la calle recogiendo escombros, los escombros metafóricos de nuestra propia decadencia que ya estuvo, que nos merecemos algo mejor.