24.11.08

Aunque las palomas no vuelen la vida continúa

Para Dan

El plan original consistía en hacer un picnic en la casa de campo de mis padres, cerca del Popocatépetl; en un principio la convocatoria fue bien recibida por los comensales, pero conforme se acercó el día, quizá por el frío, quizá por los compromisos, poco a poco fueron cancelando y al final sólo viajamos tres. Situación que agradezco porque en un momento de distracción olvidé las llaves de la casa y no me di cuenta hasta que llegamos a nuestro destino. Afortunadamente, los tres íbamos sin ninguna expectativa, sólo queríamos beber, comer y descansar. Después de un par de burlas, lo primero que se me ocurrió para mitigar mi error fue pasar a casa de Dan, un amigo de mis padres que desde hace más de veinte años vive en la que en un momento fue su casa de campo. A Dan tenía muchos años de no verlo, pero sabía que no habría ningún problema; por los muchos recuerdos que tenía de mi infancia, sabía que si queríamos comer, pasarla bien, platicar y beber, la opción era su casa, donde por lo menos el alcohol nunca faltaba. Una vez instalados con una montejo en la mano, intentando decidir lo que íbamos a hacer, fui presa de mis recuerdos. Empecé a sentir nostalgia y melancolía por los fines de semana que pasamos en su casa, por las borracheras interminables de mis padres, por los paseos que mi hermana mayor organizaba, donde la vida citadina y rutinaria era desplazada por excursiones a haciendas abandonadas; así como por las palomas que antes habitaban su casa. Ahora sólo quedan las de ornato: una colección que ha ido creciendo gracias a los regalos que lleva la gente que, como yo, sólo está de paso. Cada paloma guarda un secreto, hay que saber escucharlas en silencio para entender su historia y la historia de Dan: un hombre que al paso de los años ha decidido cambiar su vida y abrir su corazón a nuevas experiencias. Al final del día, los tres habíamos superado nuestras expectativas, no sólo descansamos, comimos y bebimos, también nos adentramos en la placentera dimensión de quien detiene el vuelo, pero no por eso deja de vivir como si fuera su último día.


29.10.08

Moraleja: no puedo perder de vista la ruta

Empiezo la competencia midiendo la corriente. La autocomplacencia me da para salir al frente del grupo, tirando fuerte para evitar los atropellos de una nadadora con visor que sin sacar la cabeza avanzaba velozmente. Logro el primer cambio con algunas dificultades, ya estoy del lado derecho del río y ahí debo mantenerme casi medio kilómetro. Me concentro en el calor que poco a poco va generando mi cuerpo para contrarrestar el frío del agua. Quiero bajar el tiempo pero desconozco las vicisitudes de la corriente, me confío, el río baja más rápido que en mayo, el agua está más agitada y la vegetación mucho más crecida. Pierdo de vista la ruta, sólo pienso en el tiempo, y, en un momento, me encuentro encima de las algas. No me doy cuenta de su presencia hasta que me siento rodeada, si pataleo rozo con ellas, si braceo me enredo, si levanto la cara sólo veo algas. En un segundo mi mente se desquicia y empiezo a sentir como el cuerpo intenta salir a toda prisa de ese ramalar de vegetación acuática. La desesperación me lleva a más y, en vez de avanzar con un estilo ligero, empiezo a dar patadas de ahogada. Trago agua, la orilla está a un brazo, con sólo estirar la mano puedo salir huyendo y refugiarme en la cálida tierra seca. Prefiero cambiar de estilo y salir de pecho. Sigo tosiendo, cada vez con menos miedo, logro sobrepasar las algas. Estoy cansada y no llevo ni trescientos metros. Dudo por un momento si realmente deseo seguir adelante. Evidentemente ya perdí varios minutos en esto y no podré hacer la ruta en los veintitrés que había planeado. Del miedo paso a la frustración y al enojo. Varias veces me repito, a manera de reproche, me confié, me confíe, me confíe. En esta tarabilla sin sentido dejo de sentir las piernas y los brazos, estoy cansada física y mentalmente. Debo decidir si continuo o abandono la competencia. Prefiero continuar por mero orgullo y reconciliarme con el río. Empiezo nuevamente a tomar ritmo, el cansancio se desvanece y pronto comienzo a fluir. Fue sólo un momento de impaciencia, pero un momento en que se me iba la vida. Terminé un kilómetro de distancia en veintiséis minutos: tiempo suficiente para sentirme vulnerable y, paradójicamente, para hacerme fuerte. Pude dominar a la mente, pude salir avante, pude terminar la ruta, pero eso sí, no he podido quitarme el malestar de sentir enojo. No me puedo confiar, no puedo dejar que la soberbia ni el confort me invadan porque entonces pierdo la capacidad de asombro y la ilusión de vivir cada día. Una vez en tierra miré el lugar donde me había varado, desde afuera se ve tan escueto, sólo algunos pares de matorrales acuáticos. Seguí caminando, todavía tenía miedo.

14.10.08

sigo la línea curva

mi corazón se entrega a los vivos.
vuelvo a nacer en pleno otoño,
los treinta y tres no son suficientes,
quiero amar de nuevo.

hoy me desprendo de los muertos,
ya no intento la línea recta del comportamiento,
ahora deseo tomar las curvas
y dejar que mi espíritu flote en la montaña.

mi mente regresa al cuerpo.
al fin aire, no necesito pisar tierra,
y aunque una mentira fuera,
siempre he deseado volar alto.

hoy vuelvo a ser libre,
como la libertad de mi gata,
como la libertad de mi alma,
ambas encerradas en un crisol sin dueño.

Bendita desesperanza que trae la fatalidad
y más bendita aun la hora en que decidí huir de mi propia trampa.

17.9.08

no me puedo bajar de la rueda de la fortuna

Im fucking tired, o lo que es igual a: tiro la toalla, no puedo más, estoy harta de mis masturbaciones mentales y de que mi vida se encuentra barada en un sólo pensamiento y en muchos sentimientos encontrados. He planteado y experimentado cualquier tipo de metodologías para encontrar nuevamente la paz interior, desde la evasión, el ensimismamiento, la negación, el ejercicio exhaustivo y, hasta ahora, nada ha funcionado, me queda el psiconálisis y el reiki. Y como soy una mujer de fe, me inclino más por la segunda debido a su inmediatez y prefiero dejar las terapias para el resto de mis problemas mundanos.
Además, estoy harta de los dichos bien conocidos y repetidos por casi todos ["Después de la tormenta viene la calma", "no hay mal que dure cien años... ni nadie que lo aguante"] porque en este momento me son inmunes ya que sólo sirven para resarcir los estragos de la insipiente naturaleza humana que con "sabiduría" aprende a sobrellevar "los retos" que la vida les va poniendo [sic] sin detenerse a pensar que ninguno de ellos aplica por una cuestión de mera sobrevivencia; es decir, si lo que buscamos es consuelo, no hay más que repetir como tarabilla alguno de estos dichos, pero si quisiéramos salir del "hoyo" con plena conciencia de que lo vivido, por más doloroso que sea (visto evidentemente desde una perspectiva individual y, en la mayoría de los casos, egoísta), es sólo circunstancial, entonces la percepción de nuestros actos cambiaría y, por ende, también nuestra responsabilidad frente a un acto supuestamente fallido [y digo supuestamente porque todo evento tiene varias caras desde donde se puede realizar un análisis crítico objetivo, incluso las relaciones interpersonales]. En este sentido, me río de mi misma y de mi conclusiones apresuradas porque siempre termino justificando mis elucubraciones en lugar de, no sé, empezar de nuevo...pero a escribir el texto porque ya cai en mi misma trampa. Lo único que tengo por verdadero es que todo es cíclico y no me puedo bajar del rueda de la fortuna.

31.8.08

el café en la barra

Para Bertha Rodas.

Desconozco cómo me hice adicta a frecuentar cafés, es un gusto que no termino de entender, pero a la menor provocación me cacho sentada en una nueva cafetería consumiendo un americano con un libro en el regazo. Conozco varios en esta ciudad, desde la grandes franquicias estadounidenses hasta los lugares más escondidos de los barrios. Me inclino por los que tienen mesas y sillas al aire libre, siempre y cuando la vista sea placentera (algo difícil en esta ciudad), aunque he de confesar que le soy fiel sólo a uno, a un lugar que está Coyoacán (Centenario 33), cuya característica principal son las barras, barras largas y de madera que lo circunscriben, y sin importar en qué punto de la barra te sientes, siempre tienes de frente a la persona que te atiende, de lado a otro cliente y detrás a alguien pidiendo por encima del hombro.
Esta cafetería es la analogía de la cantina (lugar emblemático de la sociedad mexicana): a los clientes asiduos el cantinero les pone la bebida en la barra y los saluda por su nombre cuando entran por la puerta; lo mismo sucede en la cafetería, ya no es necesario pedir, con sólo sentarte en la barra la persona que está detrás sabe a lo que vas, claro que para llegar a este punto se necesitan varias sesiones previas, y en la misma franja horaria, de otra forma no logras que te ubiquen. En este sentido, tomar café en la misma cafetería y a la misma hora se vuelve una rutina diaria. En mi caso, una rutina que al paso de los años me ha dejado muchas satisfacciones por lo libros que he leído, las amistadas que he hecho, las parejas que he conocido, y el tiempo que he invertido tratando de averiguar (situación que todavía desconozco) en qué consiste la magia que tienen las personas que trabajan detrás de la barra.
La primera vez que me paré en la barra me sentí desnuda frente al otro [otra, en este caso], las veces posteriores me pasó igual, sólo logré vencer mi timidez la vez que sin decir nada ya tenía servido mi vaso de café y una dona con chispas de chocolate, hasta ese momento me sentí como en casa y no he dejado de sentirme así desde hace diez años. La rutina se volvió costumbre y desde entonces soy una cliente asidua, ahora en diferentes horarios, ya no sólo por el gusto de tomar café, sino por la tranquilidad que da llegar a un lugar donde la mujer que me atiende es mi amiga y mi confidente. Una mujer taciturna que habla con los ojos y sonríe en contadas ocasiones, que tiene la palabra justa para la ocasión en turno y que sabe escuchar a sus clientes, detrás de la barra, haciendo honor a una costumbre cada vez menos frecuente en la sociedad contemporánea.
En definitiva, la suma de todos los factores (incluso aquéllos que no mencioné por creerlo innecesario) hacen que tomar café en la barra sea uno de los mejores momentos del día.