12.7.24

Manifiesto de una disminuida neurodivergente y perimenopausica

Voy a cumplir cincuenta años en unos meses más. La edad nunca ha sido un factor determinante en mi elección de vida. No me siento joven no me siento vieja. No vivo en función del convencionalismo social ni del cómo te tienes que ver en determinados sectores profesionales en los que me desarrollo. 
Con los años he aprendido a escuchar a mi cuerpo y a actuar en función de ello porque he experimentado ansiedad la mayor parte de mi vida. Una ansiedad funcional que, hasta hace unos cinco años, posterior al asesinato de mi hermano en 2019, se volvió un padecimiento de salud mental. De la mano de la ansiedad, el trauma y el trabajo de duelo, del que he escrito mucho en este espacio, la depresión también se hizo presente. Los últimos tres años, por lo menos, puedo decir sin temor a equivocarme que he vivido como una disminuida neurodivergente y perimenopausica. 
¿Qué cambia con la (peri)menopausia? Todo. La manera de ver, ser y estar en el mundo se vuelve tan caótica como cuando eres adolescente. En estas dos etapas de la vida, y aquí me voy a referir exclusivamente a las mujeres que nacemos con órganos reproductivos de hembras porque es el cuerpo que he vivido y conozco y del que puedo hablar, sufrimos todos los cambios posibles. A algunas les puede ir muy bien, a otras no tanto. Lo complicado es que los cambios afectivo-corporales llegan para quedarse y muchas veces no sabemos cómo gestionarlos. 
La primera ayuda que los y las médicas sugieren siempre va a ser un fármaco, terapia de reemplazo hormonal o antidepresivo más ansiolítico. Una solución que obviamente enriquece a las farmacéuticas. En esta primera etapa de buscar el fármaco ideal se te puede ir la menopausia, los diez años que en promedio dura. 
¡Diez años de nuestra vida adulta! Los diez años que podrías dedicar a ser una mujer plena que ya sabe lo que quiere en su vida se ven trastocados por la disminución (de ahí que nos volvamos disminuidas) en la producción de hormonas. Ya no sientes las mismas ganas de levantarte, te duelen las articulaciones, se ensanchan las caderas, un enfermedad se engarza con otra, el dinero se te va en ir al médico, en comprar medicinas, vitaminas y suplementos alimenticios. Algunos te funcionan mientras que otros, como en mi caso, te causan hipersensibilidad y agravan los síntomas. Atinarle al fármaco se vuelve una ruleta rusa, mientras que el estado de ánimo se trastoca.
Los afectos se trastocan, sientes enojo con el mundo, intolerancia con la gente que te rodea, tristeza, rechazo, alegría, felicidad, depresión, ansiedad en un mismo día. Cambias de ánimo tanto y tan rápido como cambia el clima en la Ciudad de México. En un solo día de verano amanece frío, se siente humedad con el paso de las horas, hace calor al medio día y llueve torrencialmente en la tarde. Si sales temprano de tu casa tienes que llevar el guardarropa entero o aprender a vivir ligera. Yo me decanto por lo segundo. Con la (peri)menopausia hay que aprender a vivir ligera. 
Si en la adolescencia la gente mayor te veía como un ser indescifrable, irascible, pero al que se le podía todavía controlar, con la (peri)menopausia ni una misma es capaz de saber de qué humor vas a amanecer, aunque nadie te puede controlar; en el mejor de los casos te tiran de a loca o te dan el avión. En ambas etapas de la vida se evidencia la carencia de un cuidado de la salud mental, tanto de las personas que están pasando por alguna de estas etapas, como de las que las rodean. De ahí que sea fácil dar consejos que hemos heredado de siglos atrás: no te enganches, no veas solo el negro en el arroz, no hagas caso si ya sabes como es, es normal, déjalo pasar. Estoy tan cansada de esta cultura de no hablar las cosas que nos molestan, de no ser directos con la otra persona, de no exigir una escucha atenta, de no ser generosos afectivamente que al final sólo queda vivir ligera con las consecuencias que ello traiga.
La conclusión a la que llego es que con la (peri)menopausia que experimentamos en la vida adulta, ya sea que nos decantemos o no por los fármacos, es que hay que mandar todas las aspiraciones impuestas por una sociedad heteronormada a volar. No te tienes que ver joven, no tienes que traer el cabello largo si no quieres, no tienes que andar arreglada si no te gusta y nunca lo has hecho, no te tienes que maquillar ni usar ropa de marca. 
Con 50 años y en la perimenopausia  no tienes que ser ni la más exitosa, ni la más realizada, ni la más rica, ni la más guapa, sólo tienes que ser tú. Pequeño problema, cuando se ha vivido toda la vida tratando de cumplir las expectativas de la familia, de las parejas, de los colegas, de los amigos, la confusión de los cincuenta años no es precisamente por las hormonas, sino porque posiblemente nunca has hecho realmente lo que has querido ser. El pretexto de ser una disminuida te da la oportunidad de rehacer, desandar la frustración acumulada, romper o poner distancia con la familia heteroparental y de coincidir con esas otras personas que como tú también son unas disminuidas por ser lo que son, sin filtro.
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Disminuido es también una categoría que propone uno de mis estudiantes de filosofía (link: https://ecologiadelafecto.blog/2024/06/05/carta-de-un-disminuido-a-un-monstruo/). En este texto no empleo la categoría de disminuida en los términos ni las experiencias de vida de alguien que nació con parálisis cerebral, sino como un proceso de disminución de la producción hormonal en el cuerpo de una mujer y en su potencia de afectar y ser afectada. 

28.5.24

Entrenando para un 5K en alberca

Este año cumplo 50 otoños y decidí celebrarlo haciendo lo que más me gusta: nadar y escribir. Afortunadamente ya empiezan las vacaciones de verano en la universidad y el siguiente semestre tengo medio sabático, de otra manera sería casi imposible disfrutarlo, para ello necesito tiempo libre. 

El reto a vencer: nadar 5K, cinco mil metros en alberca de 50 metros en una sola sesión, y escribir cada día de entrenamiento una entrada en este blog. Evidentemente no empiezo de cero, he nadado y escrito toda mi vida, pero los últimos años he sido bastante poco constante con los entrenos y la escritura. 

Primeros pasos:

1. Tener una meta clara y realizable en el tiempo deseado, da igual si eres nuevo en la natación o no.

2. Decidir si quieres entrenarte en solitario o en grupo. Los seres humanos somos animales de manada y nos gusta hacer cosas en conjunto. Entrenar en grupo, sin duda, favorece la motivación, la competitividad, especialmente cuando cuentas con un entrenador que media y resuelve los conflictos que se pueden llegar a dar dentro del grupo, al tiempo que te reta en lo personal para mejorar tanto en técnica como en el aspecto mental.

3. Si te decantas por entrenar sola, como yo lo hice, la motivación también debe ser muy clara y quizá algo que puede ayudar consiste en comprender que la natación, a diferencia de los deportes de grupo, siempre es en solitario: sintiendo el agua, escuchando el silencio y silenciando el aburrimiento, el cansancio, incluso la frustración.

4. Decidir si quieres tener un entrenador presencial o a distancia. Yo me decidí por uno a distancia, después de entrenar con varios en presencial. Encontrar un entrenador no siempre es sencillo, por eso no tengas temor a dejarlo si no te sientes cómoda con su actitud o con los entrenamientos que te pone. Nadar debe ser un disfrute no una obligación.

5. Confiar en tu entrenador: tener buena comunicación, que esté al tanto de tus avances y, sobre todo, que no te desaliente con comentarios como "no eres suficiente buena", "tu técnica no es la mejor", "no eres dedicada", "no lo vas a lograr", "te falta entrenar", etcétera. Si te topas con un entrenador/a de este tipo, recomiendo que salgas corriendo de inmediato. 

6. Tener una rutina de entrenamiento; es decir, estar consciente de la hora y los días que vas a nadar y el equipo que vas a necesitar en cada sesión. 

7. Estar consciente que cada entrenamiento va a ser bien distinto al anterior. Algunos días sentirás que eres una mantarraya, otros una tortuga: ambos animales de mar saben sacar provecho a sus habilidades.

8. Escuchar y conocer tu cuerpo. Aunado a estos dos retos, agregaría uno más: el hecho de estar en modo perimenopáusico y lo que supone la montaña rusa hormonal que he experimentado los últimos años, un claro indicio de que mi cuerpo está cambiando drásticamente y me tengo que acostumbrar a experimentar esos cambios, en lugar de querer controlarlos.

9. Desarrollar una técnica para mitigar el soliloquio mental, sobre todo cuando nadas sola y cuando entrenas distancia. Lo que a mí me funciona es recitar un mantra budista que aprendí cuando andaba en búsqueda de mi ser. Evidentemente no lo encontré en el budismo, sino en la natación. Con cada brazada, da igual el estilo, recito un fragmento del mantra de la compasión: OM MANE PADME HUM. Compasión entendida en la tradición budista como el deseo que el otro y yo misma me libere del sufrimiento y pueda amar: amar lo que soy junto con mis diferentes modos de existencia. 

10. Compasión es lo que resume estos diez pasos, compasión con el cuerpo, con cada día de entrenamiento, con cada reto que nos pongamos en la vida, con la vida misma y con quienes quieran compartirla. Una ética y una ontología de la natación.

6.5.24

"Why your rating matters"

Los últimos dos viajes que realicé en Uber (del hotel al aeropuerto de Monterrey y del aeropuerto de la CDMX a mi casa en un mismo día) fueron bastante incómodos porque en ninguno de los dos autos funcionaba el aire acondicionado, eran modelos viejos y el segundo auto además desprendía un olor a gasolina que se fundía con el olor del asfalto recién empleado para pavimentar Viaducto. Le pregunté al chofer por el aire acondicionado y me contestó que lo sentía que por ahora no funcionaba. 

Al dejarme en mi destino busqué dónde poner una queja y sólo atiné a llenar la opción que te da la aplicación para evaluar el viaje. Luego le piqué a mi usuario y ahí me di cuenta que mi rating de viajera-usuaria es de 4.6. Lo comparé con el de Claudia que es de 4.8 y me quedé boquiabierta. Me explico: cuido mucho no azotar la puerta del auto cada vez que me subo y bajo, no dejarme caer como costal de papas en el asiento, no cruzar las piernas para no ensuciar la tapicería de enfrente, saludo y me despido cortésmente, nunca como en los viajes y mucho menos dejo basura, pero no puedo evitar poner cara de disgusto si el auto al que me subo está sucio o huele a encerrado. No platico con los choferes, pero tampoco les niego una respuesta si me preguntan algo. Es decir, la calificación que yo me pondría sería de cinco como usuaria de Uber, atendiendo incluso la misma definición que podemos encontrar en la aplicación.


"El rating es una muestra de que la gente disfruta pasar tiempo contigo-conmigo". Romantizar el servicio es la falacia más empleada de "los empresarios de sí mismos" que trabajan en el delivery por necesidad, por falta de empleos y mejores condiciones salariales y laborales en el país y en el mundo. Pero el rating mide todo en nuestra vida, ya lo observábamos en un episodio de Black Mirror, serie inglesa que causó furor hace algunos años, en alusión al reflejo de nosotras mismas en la pantalla negra del celular, donde no contar con suficientes likes te imposibilitaba incluso para pedir un crédito hipotecario y te aislaba de participar en eventos sociales donde todos conviven viendo su celular.


La percepción que podemos llegar a tener de la gente sin duda es nuestro motor para entablar una relación afectiva o laboral, pero el rating como un sistema de evaluación constante en el que estamos obligados a interactuar no necesariamente es una medición del cuidado, de la justicia, del hacer ciudadanía o de terminar con la explotación, sino un parámetro voraz de alienación al sistema digital. 

22.4.24

Mi relación con el Popocatépetl

Quiero escribir algo más largo sobre lo que ya de adulta empiezo a hilvanar con los flashazos de recuerdos que en oleadas de nostalgia empiezan a ocupar mi relación con la naturaleza. Recuerdos que aparecen al observar los gestos en las fotografías, las oraciones en la mirada o la gramática del afecto familiar. Hace unos días una amiga me dijo con sorpresa que era la segunda persona que conocía que había subido al Popocatépetl, volcán emblemático de la mitología nahua y un referente para quienes habitamos la Ciudad de México. 

El Popo es un volcán que nunca ha dejado de estar activo, haciendo alusión a la leyenda de su creación: un guerrero, Popocatépetl, manda construir una tumba donde sepulta y vela a su amada, Iztaccíhuatl, la princesa tlaxcalteca que muere de tristeza al enterarse de la supuesta muerte del guerrero en batalla. A diferencia de Romeo y Julieta o de Píramo y Tisbe, la amada no se quita la vida y el guerrero, el amado, se inmortaliza con la leyenda y con la actividad del volcán al que está prohibido subir desde 1994. Un año crucial para México y sin duda para mí propia reflexión intelectual. 

La familia de mi padre es originaria de los alrededores de los volcanes, entre Amecameca y Ayapango, Estado de México. Los diversos poblados con los que colindan hacen frontera con la reserva natural. Una reserva que en las últimas décadas ha estado expuesta el ecocidio tanto de las autoridades, los pobladores y el crimen organizado. Una imagen distópica de mi mirada infantil de los tiempos en los que subir al Popo era una manera de entretenernos y mantenernos ocupados. Fuimos cuatro hijos y ofrecernos el poder ser libres fue como mejor entendieron mis padres nuestra educación. 

La libertad de esa época, en los años ochenta del siglo pasado, con mis seis u ocho años, consistía en llevarnos al volcán y dejarnos libres. Subir lo más alto que pudieramos una vez que hacíamos base en Tlamacas, el refugio que sigue cerrado desde 1994, donde llegaban alpinistas de cualquier lugar del mundo. Una vez arriba nos dejábamos caer por las faldas del volcán con la inercia del peso de nuestro propio cuerpo. Regresábamos empanizados a la casa de campo de Atlautla, otro poblado que colinda con los volcanes, que mi padre tuvo a bien construir hace más de cuarenta años. Con tierra oscura y fina metida entre la ropa, las narices, los ojos, las orejas y demás orificios de nuestro cuerpo, nos reíamos de la hazaña con la esperanza de regresar pronto a tocar algún día la nieve. Sólo una vez lo logramos y fuimos muy felices.

Tlamacas, foto de internet.

Subida al Popocatépetl, años ochenta del siglo XX.

Tlamacas, años ochenta del siglo XX. Debo ser la del jorongo amarillo y mi hermano el del jorongo rojo.
 

Así podría empezar la historia que me interesa contar. Este es sólo un avance aprovechando que es el día internacional de la madre tierra.


8.4.24

Dos mujeres una presidenta: ¿quién ganó el debate?

Empiezo con la siguiente reflexión: ya estoy deprimida por los siguientes 6 años de Claudia Sheinbaum en la presidencia. 
Ayer fue el primer debate presidencial: dos mujeres una silla y al parecer ya está cantado, cantadísimo, el resultado de las elecciones del 2 de junio del presente año, por más que quiera seguir alimentando la esperanza del cambio. El cambio ha sido mi convicción para votar en las elecciones desde que empezó el siglo. A manera de consuelo me repito qué bueno que no me gustan los juegos de azar porque ya hubiera perdido todo. 
Le reconozco a Claudia su ambición por ser presidenta, una ambición distinta a la de Xóchitl. Una ambición que suma más seguidores incluso. La ambición de Claudia la conozco muy bien, es la misma que se vive en la academia. Cuando eres hija de académicas, intelectuales, políticos o la combinación de los tres, ya tienes más de medio camino de ventaja con respecto a la competidora que nació en precariedad, con carencias educativas o en una familia proletaria no intelectual. Una ventaja simbólica, política importantísima que te da tener acceso a las bibliotecas familiares, a los viajes en el extranjero, al dominio de otros idiomas desde muy niña, a la posibilidad de dedicarte a estudiar lo que sea y, especialmente, al tener una red de relaciones públicas ya dadas. Claudia pertenece a ese sistema, Xóchitl no: esa es una pequeña gran diferencia para que las ambiciones (de poder) de las personas en este país se hagan realidad. 
A Xóchitl, por su parte, le reconozco, incluso le admiro, su ingenuidad, pensó que podía hacerlo sola, como lo ha hecho toda su vida, pero no le alcanzó ni el capital político ni su propio capital humano. Para ser presidenta de México no es suficiente con ser la empresaria de sí misma que logró salir de la pobreza de su infancia, mucho menos cuando la gente ambiciona más de lo que los buenos ejemplos pueden mostrar o enganchar. 
La gente en México no quiere presidentas luchonas porque la población lucha todo los días para llegar al mes. La gente en México quiere votar por la presidenta que irradie una imagen presidencial (sic). Esa fue una de las conclusiones de ciertos académicos en una mesa de debate postdebate. ¿Qué es una imagen presidencial? Ser soberbia, autoritaria, grosera, burlona, como se presentó Claudia ayer con respecto a Xóchitl. ¿Dictar cuándo se habla de los feminicidios, de las violencias que sufrimos las mujeres y cuando no? ¿No contestar ni hacerse responsable de omisiones o negligencias criminales como en diferentes momentos fue increpada? Pues sí, esa es la gente que ocupa los espacios de poder en este país y otros.
Al terminar el debate no pude más que sentirme identificada con Xóchitl: sentir esa rabia controlada de querer hacer las cosas mejor y darte cuenta que quizá esa batalla ya estaba perdida mucho antes: cuando la sinceridad, la honestidad, la vulnerabilidad y las carencias de vida no son suficiente para convencer a la población de que un México mejor para todos y todas es posible.