Luego volvimos sobre la parroquia y de ahí al trabajo que hace en su comunidad. Migración y género. Las mujeres no quisieron hablar, se tardaron mucho. Les dolía pensar en ello, quizá cinco años o más. Ahora -baja la voz- ya se habla de la violencia de género. La miro y espero, mientras Leonora duda de lo que me está contando. Decide continuar: A mí, mi marido me apoya pero no va a la iglesia. Ya no se lo pido. Unas cosas por otras. El párroco nos da todo para hacer nuestro trabajo. Esa fue la condición cuando quisimos hacerlo por nuestra parte con organizaciones. Llegan hasta cincuenta mujeres en cada sesión, las organizaciones no logran tanto. También nos dan cursos, ahora estoy tomando un seminario de derechos humanos que nos va a dar el padre de la pastoral.
Terminamos de cenar, ya todos se habían levantado, y Leonora seguía hablando. También me quería retirar pero sus ojos negros querían seguir hablando. Le serví agua y seguimos. Parecía un interrogatorio. Y sus hijos, le pregunté. En Estados Unidos, contestó. Todos, volví a preguntar. Solo tres, los otros están conmigo, dijo volteando la cara al piso. Y usted, nunca quizo irse, continúe. No, pero tengo visa, voy cada año a verlos, contestó confiada.
Llegó el cansancio, se me cruzó con la impotencia del día. La miré directo a los ojos, esperando que me lanzará un salvavidas, ahora era yo quien me sentía vulnerable, y rematé preguntando: cómo le hace? Me observó y entendió lo que decía. Con confianza y esperanza, contestó sin vacilar. Confianza en qué?, pregunté. En la fe, afirmó. Por eso les digo a mis hijos que vayan a la iglesia. Usted también debería de ir, ahí en las escrituras están las respuestas.
No quise escuchar más, salimos del comedor, nos despedimos en el pasillo. Nos vemos en el próximo encuentro le dije. No estaré, me voy a Estados Unidos a ver a mis hijos.
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