He tenido encuentros y desencuentros con la religión católica, esa única religión que nos enseñaron como las tablas de multiplicar en nuestra sociedad. Una religión que ha propiciado una forma mexicana de ser donde la culpa ha sido el mejor aliado de la ausencia de responsabilidad. Tengo mucho que reprocharle a esta religión que desde niña marcó mi devenir; un reproche social, no un reproche afectivo. Si bien es cierto que no fue mi primera educación, los preceptos católicos estuvieron lacerando mi condición por casi diez años, los años de la primaria y la secundaria. No recuerdo bien a bien qué dice la Biblia, solo recuerdo que tenía que rezar todas las mañanas. No recuerdo la idolatría por los sacerdotes, pero sí recuerdo que íbamos a la iglesia todos los domingos. Lo paradójico es que en una crisis de adolescencia el primer lugar de refugio al que acudí fue la iglesia. Tenía una duda existencial que carcomía mi espíritu y decidí entrar a hablar con un sacerdote, no era mi intención confesarme pues hacía rato que no creía ni en el pecado ni en la culpa. Acudí ahí porque imaginaba la iglesia como un espacio de sabiduría. Tremenda decepción, el sacerdote solo se limitó a decir que estaba pecando por si quiera pensar que podrían gustarme las mujeres. Salí desconcertada. La primera vez que me atrevía a poner en palabras un sentimiento fidedigno frente a un extraño que la sociedad le otorga el don de sabio, resultó ser un fiasco. Pequé de ingenuidad. A partir de ese momento rompí toda relación con la iglesia católica, y me revelé a sus ritos. En general, me revelé a todos los ritos de las religiones a las que seguí por varios años en busca de una respuesta a la afección espiritual que sentía. Tiempo después asumí y acepte mi condición, mis preferencias, más por amor a mi misma, que como respuesta a lo social. La religión se esfumó hasta que empecé a trabajar las fronteras y la migracion. Me irritaba y me irrita la práctica asistencialista de ciertos religiosos que ven en los migrantes una forma de ganar adeptos, pero también reconozco en otros la extenuante labor de acompañarlos, de escucharlos e incluso de defenderlos. Ayer hablé con uno de ellos, ya no en la iglesia, sino en el auditorio, le pregunté otra de mis dudas existenciales: "cómo haces para no perder la fe con todo el dolor y sufrimiento que te rodea?".
-tratando de no volverme loco, me contestó.
La locura quizá es la antítesis de la fe, pensé, pero no me aclara en la emoción lo que es tener fe. Le volví a preguntar: "pero cómo haces para que no te afecte?
-Sí me afecta, pero estoy entrenado en la guerra, afirmó y se quedó en silencio un momento, como si hubiera cometido una indiscreción. Después agregó que está consciente de que es probable que pueda desarrollar alguna enfermedad por el estrés, por el dolor de esas otras personas a quienes también les tiene que curar las heridas, no solo intentar curar el alma.
Seguimos hablando de la fe, de la institución religiosa, de la hospitalidad. No me queda claro todavía como no ha perdido la fe, pero supongo que al final del día eso no es lo que más le inquieta, sino quizá perder la cordura.
A diferencia de la anterior, esta vez reconocí las palabras sinceras de alguien que no se asume como verbo y palabra divinas, sino como un actor social responsable de lo que le pueda pasar a esos otros que transitan por el mundo cruzando fronteras. Esta vez me fui satisfecha con la conversación aunque la inquietud de perder la fe o asumir la locura siga siendo una duda existencial.
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