5.5.16

#301

He aprendido a vivir con la ansiedad, una intrusa afable que cada tanto me asfixia y hace desvanecer. O por lo menos eso quisiera mi mente. Los cinco, diez minutos, que dura un espasmo ansioso, se viven como una eternidad de angustia, de muerte. Muertes pequeñas en la sinapsis de las neuronas que al momento de la apnea, instinto natural de sobrevivencia, por lo menos en la cultura occidental, dejan de irrigar sangre al cerebro. Azúcar pide a gritos el cuerpo por la descompensación producida de sensaciones del miedo. Pienso en la biopolítica de Foucault, la autoinmunidad de Derrida y la vulnerabilidad de Butler... Sin tan solo esa intrusa espasmódica llamada ansiedad me llevara de la mano para traducir en conceptos el juego y el desplazamiento de la atemorizante falacia de la seguridad (nacional, humana, psíquica, física) al tan deseado y reprimido ridículo (figurativo, propio y ajeno). He luchado tantos años con la ansiedad que ahora puedo enunciarla como una amiga-enemiga del devenir presente. Conozco tan bien el síntoma que puedo adelantarme a ella y esperar el momento en que el cuerpo temblará de frío, la boca se hará pastosa, el estómago pequeño, las manos sudorosas y la cabeza pesada. Una vez ahí, respirar aunque los pulmones se cierren. Pensar en las alternativas de sobrevivencia: correr al refugio del hogar, tomar azúcar, desvanecerse, respirar hasta que ceda la mente. Nunca pedir ayuda. La gente que no ha vivido un espasmo ansioso difícilmente sabe cómo reaccionar. Después viene el letargo, las neuronas se agitaron, es tiempo de ceder al ridículo de los deseos sin pedir permiso y sin pedir perdón. La ansiedad mi intrusa-amiga-enemiga seguirá ahí hasta que decida evidenciar mi vulnerabilidad sin temor a la autoinmunidad. Donde lo inmune ha sido lo consciente, paradójicamente lo autoinmune puede ser lo resilente.

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