23.12.09

Mi primera experiencia en aguas abiertas: El Guadalupano 2009.


 Para el coach y su familia.

Llevo más de tres años nadadando en el equipo de másters del club (mayores de edad, los que dejamos de ser adolescentes en adelante). Empecé por la necesidad de sacudirme el estrés y por cambiar la dinámica de rutinas inconclusas (ir al gimnasio, salir a correr, pasear al perro...) que no me permitián fluir en armonía con mi propio centro. Así que un día, saliendo del gimansio, mientras esperaba a mi madre para desayunar, me detuve frente a la alberca a observar a un grupo grande y variado de gente nadando en conjunto. Alcanzaba a ver como brazada con brazada las cabezas de silicona se asomaban a tomar aire, como los cuerpos robustos, pero no marcados, giraban al llegar a la orilla en una vuelta de campana para salir de flecha, sin perder el ritmo, a respirar y continuar moviendo los brazos y las piernas al unísono. Fue tan esclarecedora la imagen de lo que debía hacer que al día siguiente, sin dudarlo, me puse un traje de baño, me presenté en la alberca y hablé con el instructor. Me hizo una "prueba" de estilo y me dejó nadando quinientos metros que me resultaron agotadores. Al final me dijo que podía regresar la siguiente clase.
En un principio, el estilo no me preocupaba, después de nadar varios años durante mi infancia-adolescencia pensé que sólo sería cosa de memoria, de que el cuerpo se acordara de los movimientos. Lo que sí me contrarió fue la condición, sólo nadé quinientos metros y no podía más, pensé que sería un asunto de práctica y decidí no darle importancia.
Al poco tiempo de empezar a nadar en el equipo me enteré de la existencia de varias compentencias a las que iban en grupo. Nada que ver con las compentencias a las que estaba acostumbrada (las de velocidad, en alberca y de estilos). Estas eran competencias en aguas abiertas: competencias en río, laguna o mar, distancias largas, donde el único contrincante es uno mismo. Me dijeron de una que era en las Estacas, un lugar pérdido para mí, por lo que no le dí mucha importancia, pues definitivamente no estaba lista para ir. La competencia consistía en nadar un kilómetro en contra de la corriente; todavía estaba lejos de lograrlo. Un par de meses después vino el Guadalupano (4,200 km en mar). Evidentemente tampoco estaba lista para hacerlo, así que hice caso omiso. Esta competencia es la que cierra el año de entrenamiento, por lo que me fui de vacaciones y no regresé hasta enero, cuando volví ya había perdido toda la condición y tuve que empezar con mis quinietos metros.
Así pasó casi un año, hasta que finalmente el año pasado decidí hacer la de las Estacas, fue un experiencia inolvidable y la repetí unos meses después. Llegó diciembre y el Gadudalupano. Me negué rotundamente escudándome en que había sido un año pesado pues había terminado el doctorado y con tanto estrés de la tesis y del examen estaba exhausta, pero le prometí a mis compañeras que en el 2009 sí lo haría.
Empecé el año con el Guadalpano en mente, al poco tiempo se me olvidó y sólo me acordaba a ratos, llegó la primera competencia de las Estacas y la nadé; a la segunda, que es en octubre, ya no asisití. Empezaba mi intento de boicot. Seguí entrenando con el Guadalupano en mente, llegó el momento de inscribirme, pagué lo necesario, y, desde ese día hasta una noche antes de la competencia, me vinieron a la mente una serie de pensamientos fatalistas que me generaron mucho estrés. Al final, no me quedó más que convencerme de que tenía la condición para nadarlo, lo único que me podría detener era mi propia mente.
Un día antes de la competencia hicimos la ruta en barco, nos metimos a nadar cerca de una de las bahías para sentir el agua, para que el coach observara nuestra reacción y, lo más importante, para darnos seguridad. No quise pensar en el abismo del mar, en la profundidad del vació y mucho menos en la distancia a recorrer, me concentré en las olas, en el agua salada y en las aguas malas o pulgas de mar, daba igual, esos eran los elementos con los que tenía que lidiar a la mañana siguiente. Me subí al barco y decidí que estaba lista para hacer la ruta y terminarla en hora y media. El día se me hizo eterno, traté de no pensar en la competencia, intenté dormir temprano pero estaba demasiado ansionsa y no podía conciliar el sueño. Dormí poco y me leventé antes de la hora. Al llegar a Caleta, a la orilla de salida, me concentré en no pensar, vi el mar maltrecho de Acapulco, las lanchas que debía sortear antes de abandonar la primera bahía y esperé a que llegaran mis compañeras de ruta.
Poco a poco fue llegando la gente, y se fue llendando la orilla de nadadores de todas las tallas, de todas las edades, de todas las clases. Algunos no terminarían la ruta y otros tantos la haría por mera devoción. Ninguno de las dos situaciones era mi caso. Lo que me movió a hacerla, quizá como a algunos otros, fue la necesidad de dar un paso más, de vencer un reto nuevo, de experimentar miedos diferentes y de no quedarme atrás; casi todos en el equipo ya la han hecho varias veces e incluso han nadado otras de más distancia. Así que si deseaba seguir adelante tenía que superar esta prueba.
Una vez en la orilla, embadurrada de vaselina para que las aguas malas resbalaran con cualquier contancto directo con mi cuerpo, esperé estoica la salida. No sonreía, no hablaba, no veía el mar. Afinamos algunos detalles de la ruta, vimos por dónde debíamos pasar y nos concentramos en no perdernos de vista. Retrasaron la salida media hora, media hora en la que sentía que me hacía del baño, no sentía la piernas, me sudaba la cabeza al traer la gorra puesta, me empezaba a dar hambre y quería salir corriendo. Finalmente dieron el aviso de incio, no sin antes informarmos que habían decido aumentar el recorrido a cinco kilómetros. Por un segundo pensé que no lo lograría, pero no me detuve mucho en eso porque ya me estaba metiendo en el mar.
Empezamos a nadar las cuatro en horizontal. Estela me había dicho que la primera vez que ella lo hizo tuvo tiempo para pensar en sus padres, en su vida, en un tema en particular; yo llevaba días pensando en qué pensar con tanto tiempo que estaría ahí, adentro del mar. No me decidía si por la paz mundial o por mis mundanos problemas, ya lo haría cuando estuviera ahí. Seguimos nadando, sorteando a los competidores rezagados que se iban quedando atrás y cuidándonos de los que avanzaban más rápido para que no nos pegaran. Intentaba ver de frente para seguir la ruta, pero no veía nada, tenía el sol de frente y los gogles se empezan a empeñar, lo único que veía era la gorra de Estela, así que decidí no perderla de vista ni perder a Karla que venía del lado izquiero, eramos un equipo y como tal teníamos que funcionar.
Rodeamos las bahías, salimos a la piedra de elefante, ya habíamos nadado casi dos kilómetros y no sentía ni el tiempo ni la distancia. Iba tan ocupada en seguir la ruta que evidentemente no me había dado tiempo de pensar en nada más que no fuera la gorra de Estela. Llegamos a la parte más ancha del mar, nos empezamos a desperdigar, era casi imposible seguir juntas, pero ya podía ver más allá, ya podía ver a lo lejos las bollas, y un poco de tierra. Las lanchas y los cayaks de los familiares de algunos nadadores nos echaban porras y nos marcaban la ruta. El movimiento del mar era taciturno, sólo tenía que nadar al ritmo del agua, dejarme llevar por la corriente y levantar la cabeza de vez en vez para no abrirme mucho.
Llegó el momento de pensar en aquello que había pensado pensar pero preferí concentrarme en la brazada, en estirar, en avanzar, veía cada vez más cerca la orilla, me sentía entera, ya había pasado la angustia de perder de vista a mis compañeras, así que me concentré en nadar más rápido. Me acordaba del coach, de sus recomendaciones, de sus entrenamientos. Pasé la última bolla y me encaminé a la meta. Llegué a la orilla. Cuando observé que podía caminar me paré en seco, me quité la gorra y los gogles, y crucé la meta. Al llegar me sentí un tanto desoncertada, toda la angustia de meses había acabado muy rápido, sentí que no me  había dado tiempo de nada, ni siquiera de saborear el triunfo. Busqué una cara conocida y vi a Estela enfrente de mí, atrás a Marce y después a Karla, llegamos con segundos de diferencia. Nos abrazamos, tomamos agua, nos pusieron nuestra medalla y nos dieron una naranja que me supo a gloria. Nos encontramos todos  los que habíamos competido bajo la sombra de una palapa, nos tomamos la foto del recuerdo y cada quien para su casa.
Han pasado varios días de esto y cada vez que lo cuento me siento más satisfecha de haberlo hecho. En verdad es una experiencia enriquecedora en lo personal, mística por el contancto con el mar, y metafísica por saberme tan vulnerable en medio de la nada. Es una de esas pocas veces donde me he dejado llevar, sabiendo que lo único que puedo controlar es que mi mente no me traicione y me impida llegar a la meta. A partir de ahora me declaro nadadora de aguas abiertas, ya tengo programadas las rutas anuales, ninguna será como la primera, pero en todas me confrontaré nuevamente.

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