De mi infancia y las múltiples veces que mis padres nos llevaron a los volcanes tengo ese recuerdo de los alpinistas de muchas partes del mundo haciendo base en Amecameca. Donde antes conseguías de lo mejor en equipo de lo que ahora se conoce por senderismo, con el cierre del Popocatépetl se volcó a la fayuca China.
Los volcanes siguen ahí, y nos regalan unos paisajes hermosos, pero la gente también se ha quedado y ha migrado y ha urbanizado lo que quedaba de rural, incluyendo este pedazo de oasis que está poco a poco desapareciendo, primero porque el crimen organizado hace una década orilló al abandono de quienes tenían alguna casa aquí y, ahora, con la pandemia, se empieza a gentrificar y no se si con la intención de hacer comunidad o estar solo de paso.
En estas semanas que he disfrutado el olor a campo, a frío, a pino y me he regocijado en el silencio y la soledad del estar, también he padecido lo que no es tan evidente: el miedo a ser mujer, estar sola (lo que se entiende a no tener marido o pareja hombre), a ser libre, a generar sospechas por hablar con el vecino, o a llamar a la policía en un momento de vulnerabilidad, en un país donde es difícil ser-hacer todo eso siendo mujer.
Después de tres semanas sigo pensando que la vida pospandemia está en el campo y voy a procurarme que así sea, pero quizá no sea este el lugar indicado o quizá falta hacer mucho trabajo en comunidad para aceptar las diferentes formas de vida.
Vista desde Tlamacas, Estado de México. Foto: Roxana Rodríguez Ortiz |
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