Me quedo con esta imagen: las dos tendidas bajo la sombra del árbol, madre e hija, hablando. Un hablar pausado, a veces entrecortado, a veces ansioso. Un hablar liberador del alma. No hay historia, nunca la hubo. Sólo existió un gran deseo de hacer las cosas bien. Como si el bien se pudiera evaluar. O quizá la intención. O quizá el resultado. Aunque casi creo que un resultado no se mide igual, no representa la misma satisfacción para quienes están involucrados.
Me quedo con aquello que sólo me libera, que abraza a mi niña interna que por años buscó este espacio, este momento de equilibrio. Un momento donde la tensión se disipa y sólo quedan madre e hija hablando "de sus cosas". Esas cosas que sólo importan a ellas pero que pueden ser irrelevantes para el resto. Ayer, como nunca, me sentí conectada filialmente a mi madre. Una madre que siempre ha estado, pero que hice a un lado por mi absurda rebeldía.
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Otra imagen: los tres a la mesa, un plato de frijoles, dos platos de arroz. Los tres comiendo a cucharadas arroz con frijoles. Silencios largos. De esos que alimentan el alma. Pensé en Oriente. Pensé que momentos como éste no tienen que ver con una cultura en particular, sino con una intimidad compartida. Los tres metiamos nuestra cuchara a los frijoles como si lo hubiéramos hecho siempre. Esas cosas no se aprenden, se sienten.
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