22.3.23

Los hermanos*

¿Por qué es tan importante para mí escribirle a mi hermano? ¿Escribir sobre mi hermano? Dejar testimonio de su muerte, de mi duelo, de su pérdida, del vacío, del dolor. Dar cuenta de cada momento desde que lo asesinaron. A veces pienso que intento revivir esos momentos escribiendo sobre ello. Mi padre diría que lo deje en paz, que no tiene caso, que lo deje estar. Y a veces yo también lo pienso, pero no lo siento.

Si escribo es más por la necesidad de dejar testimonio, no para hablar de la justicia, del perdón; esos apartados todavía están por escribirse, no porque no los haya pensado, sino porque con la muerte he aprendido a diferir las convicciones. Mi idea de justicia no se relaciona con la legalidad; menos en un país donde es consuelo poder enterrar a tu muerto en vez de seguirlo buscando.

Aprendí a hacer justicia por el asesinato de mi hermano con la escritura, a hablar de él, a recordarlo desde ese nosotros que no existe más, o que quizá nunca existió. Un nosotros que se fue desconfigurando con el paso del tiempo: ausente, nunca inexistente. “Ni perdón ni olvido”, repetimos en las consignas cuando marchamos. A veces las entiendo, a veces no me hacen sentido. Hacer justicia en este caso es no olvidarlo, no necesariamente no perdonar.

Tengo dos fotos de Arturo en el estudio de mi casa que intercambio según mi estado de ánimo. En la que más me gusta, estamos en la cocina del piso de Agullers, Barcelona, girados tres cuartos de pie y de cara a la cámara; él está atrás de mí, mientras cocinamos pimientos de padrón; acabo de llegar a España para estudiar el posgrado, tengo veintiocho años y el veinticinco. Pocas semanas después de instalarme en ese piso, uno que habíamos alquilado para vivir juntos, empezaron nuestras desavenencias. Lo que en su momento viví como deslealtad, se lo perdoné hasta que lo pude enunciar.

La otra foto es la que más me recuerda a él: es una foto que le tomé en la playa de Barra Vieja, Acapulco, México, en diciembre de 2015; un viaje familiar, para reencontrarnos los hermanos y los papás. Aparece de pie sobre la arena girado tres cuartos de frente a la cámara. Al fondo, el reflejo del atardecer que habíamos terminado de presenciar sentados sobre el pareo que lo envolvía. En esta fotografía me mira fijamente como ahora pienso que me mira desde dónde esté: con ojos melancólicos, de despedida, de sólo porque eres mi hermana (y no cualquiera) dejo que lo hagas, pero me fastidia que me hagas volver. Y sí, es verdad que te hago volver cada tanto para que me contestes ¿por qué?, ¿por qué así? Incluso cuando escribo esto hablo con él en mis pensamientos. Hablar es un decir.

Tengo muchas otras fotos de nosotros, muchos recuerdos, muchas anécdotas. Ahora me río cuando pienso en algunas… Como esa vez en Barcelona, diciembre de 2016, que se había peleado con su novio el día de la boda de una amiga, y el novio decidió que no iba a la boda. Llegamos a la ceremonia civil, todos preguntábamos por su ausencia, burlas, risas, silencios. En el salón de fiestas Arturo ya tenía cara de puchero. Me acerqué a preguntarle si quería que lo trajera. Me sonrió como niño y asintió. Pedí un taxi, fui por el novio a donde se estaban quedando; ya en el auto le advertí: si fueras mi novio terminaría contigo en este momento, pero como eres el de mi hermano vengo por ti sólo porque quiero que esté feliz. Defenderlo siempre lo hice y estoy segura de que si hubiera podido lo hubiera hecho hasta el final.

Muchas veces en la terapia me he preguntado qué sería capaz de hacer después de su muerte, y lo tengo claro: todo, pero nada de lo que haga me regresa a mi hermano, más que su recuerdo. Decirnos adiós una y mil veces.


*Viñeta del libro ¿Cómo habitar un hotel? (Rodríguez, 2021).  

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