4.3.16

#259

Ayer comprobé la veracidad de esta extraña sensación de infelicidad latente que se respira en el aire. Una infelicidad que asfixia, que socava cualquier pretensión de hacer comunidad y que invisibiliza la injusticia. Durante semanas sentí falta de aire y una necesidad constante de abrir a mi paso cada ventana en la casa, no por el encierro físico, sino por el encierro mental acumulado de la gente que tiene mucho tiempo libre y poca voluntad para hacer cosas. Puede ser el invierno, me convencía a mí misma, a pesar de que este invierno no te cala los huesos como yo recordaba. Me acostumbré a sentir la infelicidad en los otros, me acostumbré a escuchar lo difícil que es vivir y me lo creí. Pasé un par de semanas verdaderamente deprimida y pensé que eran las hormonas, no tenía ninguna otra explicación metafísica para entender lo que sentía, y no escuché tampoco lo que la intuición me decía: la gente aquí no vive feliz. Ayer, en una conferencia de fronteras, refugiados, migrantes y demás temas que de repente preocupan a la gente (a veces por ocio, porque al final de ver el documental solo aplauden y luego se van por una cerveza), una persona del público, excesivamente sensibilizado por una artista-migrante con un discurso egocéntrico y con una ausencia de propuesta frente al tema, salvo su valentía por señalar a todos aquellos (personas y organizaciones) que forman parte de la economía de la defensa de los derechos humanos, lo cual según cómo o cuándo puede ser visto también como políticamente incorrecto en ciertos espacios, tomó el micrófono y dijo a gritos algo como entre tanta mierda en que vivimos aquí qué podemos hacer cuando somos tan infelices y tenemos pocas oportunidades de hacer algo... Respiré agradecida de su intervención y me dije a mí misma: no soy yo la infeliz, son ellos...

Una vez resuelto ese enigma, recordé lo que hace unos días puse en un tweet (por intuición y sin reflexionarlo): ahora entiendo la diferencia ontológica entre hacer por ocio (aquí se hace por ocio pero con poca o nula pasión); hacer por necesidad (en el tercer mundo lo hacemos con mucha pasión y sobre todo para sobrevivir); y no hacer nada (diría que es el shabasana de la práctica de yoga, sin duda cuesta llegar ahí en un mundo victimizándose segundo a segundo, pero es un espacio creativo donde se potencializa la alegría de estar vivos y de tener tiempo libre para contemplar). 

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