No recuerdo haciéndome historias. A quien le puedo reconocer eso es a mi hermana mayor. Cada vez que salíamos a la casa de campo que mis padres tienen cerca del volcán nos contaba una historia diferente. Eran unos paseos obligados, donde los tres chiquillos la seguíamos ansiosos ya fuera por conocer el desenlace de una historia inconclusa o por esperar una nueva ocurrencia. El recorrido era siempre el mismo. Una larga caminata desde muy temprano en un lugar boscoso, de altos pinos, con casas campiranas, varias abandonadas que hacían de la excursión un deleite. Cualquier pretexto, un gato muerto, una ventana rota, un pedazo de basura era suficiente para meternos un susto. Mi hermana sólo reía y gozaba su travesura en silencio. Regresábamos a casa cansados y extasiados. La aventura había valido la pena.
Después de esos días donde realmente sentía que era toda un excursionista nata, el mundo que me comía a mordidas se fue haciendo menos interesante y no porque me hiciera adulta sino porque me fui contando otras historias: la del deber ser, la de la sociedad, la del miedo, la de la realidad, la de la responsabilidad. Historias que inhiben la creatividad y generan inseguridad. ¿Por qué si podía vencer a los enemigos mountrosos de los bosques fríos no he podido vencer los fantasma de mis inseguridades? La bocanada de realidad es un misterio y no todos lo vivimos igual.
Lo cierto es que al final todo es ficción y creo que lo importante es la elocuencia con la que nos contemos las historias, no es lo mismo vivir en el paraíso del arcoiris constante a vivir en las tinieblas de la monotonía.
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