El señor de la tienda de enfrente de mi casa me ve con intriga. No sabe si las mujeres que enteran en mi casa son amigas, hermanas o algo más. Lo mismo le pasa a la señora que hace la limpieza. Les cuesta trabajo ver a una mujer entrando en sus cuarentas, soltera, y, suponen, que con amigas diversas. Ambos saben que algunas de ellas se quedan a dormir. Mi casa no es albergue ni nada que se le parezca, y mi corazón no es de condominio. Mis amigas no son mis amigas y lo que pase en mi casa, en mi casa se queda. Cuanto daño genera la suspicacia.
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