2.2.16

#238

Leo con atención un libro sobre la vida de Spinoza. Un libro que me recuerda el recorrido que hice de sus casas hace algunos años (visita que no he hecho con ningún otro pensador ni escritor, quizá solo para visitar la tumba de mi abuela). Primero fuimos a la casa de La Haya, donde el morbo me llevó a fotografiar a algunas de las prostitutas del callejón de enfrente que furiosas arremetieron contra mí esa lengua en que Spiniza no quería ser traducido por temor a que lo enjuiciarán. La otra en Rinjsburg, una casa perdida en la cotidianidad social donde además de la hoja de visitantes que te hacen firmar encuentras poco o nada de objetos valiosos porque los más personales los subastaron una vez muerto y los que se exhiben son quizá una reproducción de los anteriores. Si no conociera esos lugares pensaría que la misma vida de Spinoza no es más que otra ficción. La ficción de un ser que no le sobreviven más que sus libros porque no existe una tumba ni un señuelo de la existencia de su entierro, solo la fecha de su muerte y de los muertos que junto con él compartieron la fosa común.

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