20.2.16

#250

Ayer lo volví a intentar. Había decidido quedarme en el hotel mientras los demás trabajaban en la universidad. Ventana a la calle central, en un tercer piso. El sol calentaba por una orilla. Acomodé la mesa-tocador y lo único que me molestaba era el espejo de frente en la que de reojo me veía cada tanto. Abrí el iPad para saber qué lectura continuaba en mi investigación. Roberto Esposito. Bios. Con poco ánimo empecé, aunque fue un día productivo de lectura veloz, ubicando la genealogía, la intención, la diferencia con Derrida y su vínculo con Luhmann, lo que más me gustó fue su relación con Spinoza. Ahí me detuve por última vez. Antes ya lo había hecho un par de veces durante el día. La primera cuando entraron para hacer la habitación. Decidí estirar las piernas y caminar al malecón. Me había acostumbrado a la gente y a sus modos. El día anterior habíamos andado en grupo y era más fácil lidear con los prejuicios. El mar estaba aturdido, oscuro. Hacía viento. Poca gente paseaba. Me senté en una banca a sentir el tiempo. Su tiempo. Sin prisa y con calma. Así mi vida últimamente. De reojo ví a una mujer sentada en la cafetería del malecón. La única que existe al finalizar la rambla y sobre el mar. Una construcción antigua y carcomida por la humedad, con mesas exteriores orientadas a los cuatro puntos cardinales. Mientras me acercaba intercambiamos miradas. Era extranjera, como yo. Pedí permiso para tomar un té de menta fuera. Caminé hacia donde estaba y le dije hola. Tenía ganas de hablarle. Me ganó el color verde profundo de sus ojos, más que la curiosidad de saber qué hacía en Nador. Ciudad fronteriza y no turística. Español, le pregunté con una sonrisa. Francés, contestó también sonriendo. Uf! Inglés, pregunté con última opción. Se giró e hizo un gesto con la mano afirmando que no habría forma de dialogar y volvió la mirada al libro que tenía entre las piernas. Me senté agitada, las preguntas que quería hacerle se quedaron en mi mente y poco a poco fui reacomodando mis pensamientos y mis emociones. Francés!, nunca he querido aprender francés, ni siquiera por mi gran devoción a Derrida (seguro él lo entendería, como ahora entiendo el monolingüismo de la lengua). Contemplé el mar, la gente, el malecón. Me dio el sol en la cara y sentí calma. Silencio. No volvimos a decir nada. Solo nos acompañamos con nuestra presencia en un país donde la vida de la mujer no es pública. Me despedí con una sonrisa y regresé al hotel. Seguí leyendo a Esposito, con poco ánimo y frío. Mi cuerpo había perdido el calor del medio día.


Foto: Roxana Rodríguez 

Foto: Roxana Rodríguez

Foto: Roxana Rodríguez 

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