27.4.13

Día 49

Cruzar la garita se ha vuelto un ejercicio cotidiano. Esperar con paciencia a que la línea avance. Calcular el número de personas que me anteceden. Observarlas. Tomar fotografías. Tratar de recordar cada movimiento, gesto, comportamiento de quienes tienen una historia que contar. Hasta ahora no lo he logrado. Observo gente que acostumbrada a hacer largas filas para cruzar no desespera, no se inmuta frente a la anorexia de una mujer que pide dinero para su tratamiento o frente a un hombre con miembros imputados. Tampoco repara en hacer tres horas o más para cruzar un país, para estar "del otro lado". No alcanzo a percibir qué motivos tiene la gente para esperar tanto. Si me dijeran que sólo son fines económicos repararía en ello. La frontera tiene un encanto por sí sola. La realidad fronteriza ocupa tanto un espacio intervenido como un espacio de desobediencia. Intervenido por las políticas económicas de la globalización pero también por una cultura que se ha construido gracias a procesos particulares de articulación en donde la legalidad y la ilegalidad conviven al igual que la marginación y la cooperación. Es un espacio de desobediencia porque es gracias a las medidas de seguridad, a los límites físicos, a la ausencia de políticas migratorias que la frontera en sí misma es tierra de nadie. Todo está permitido. Qué esperar entonces de la frontera? Nada. La frontera siempre sorprende, es parte del impass de procesos sociohistóricos que simulan estados de excepción. La movilidad humana no puede pensarse como una condición de excepción. La frontera nunca puede pensarse como la naturalización de una forma de vida.









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